La experiencia dice que el interrogatorio de los acusados no es, por su naturaleza, la prueba de la que más rendimiento, en términos incriminatorios, cabe esperar en la vista del juicio oral en un procedimiento penal. El acusado puede responder o no, según le convenga, puede incluso mentir, y con frecuencia, sobre todo si tras la acción delictiva o su encubrimiento posterior hay un designio más o menos elaborado o una mínima competencia por parte del delincuente, es previsible que lo haga. No quiere esto decir que sea un trámite irrelevante, o que no pueda jugar a favor o en contra de la acusación, según como resulte.
Los imputados en el juicio del 1-O que se celebra en estos días en el Supremo son personas convencidas, que no carecen de recursos, tanto retóricos como dialécticos -son políticos, al fin y al cabo- y que, detalle nada baladí, llevan muchos meses privados de libertad; un tiempo que han podido destinar, por lo menos en su última parte, a estudiar en profundidad el sumario de la causa que contra ellos se sigue.
No se los debe por tanto subestimar, ni tampoco el efecto que su testimonio puede tener en la percepción de la solidez de la acusación que pesa sobre ellos. Que la van a negar ya iba de suyo; que logren hacerlo de forma que siembre dudas acerca de su fundamento y de quienes la sostienen es lo que pueden ganar. Y a ello, a la vista está, se han aplicado, al menos algunos de ellos, con empeño y con un innegable éxito de público más allá de sus incondicionales.
Semejante resultado invita a cuestionar, nos guste o no, la estrategia y el desempeño de quienes tienen encomendada la defensa de la legalidad y el ejercicio de la acción penal en nombre del interés común, esto es, los fiscales presentes en el juicio. Con sus preguntas no sólo no han conseguido que ninguno de los acusados se derrumbe -suceso poco esperable, poco común y casi inverosímil-, sino que han permitido a algunos hacer alarde de su seguridad, incluso corregir a la Fiscalía respecto de extremos del sumario que conocían mejor que quien pide para ellos decenas de años de cárcel. Son detalles que no deciden un juicio, pero tampoco ayudan a que prospere la acusación.
A nadie de quienes conozcan con mínima profundidad lo ocurrido en Cataluña en los años previos al 1-O puede caberle duda de que los procesados quisieron poner en jaque al Estado y no vacilaron en pasar por encima de los derechos y libertades de todos los catalanes que no comparten su agenda. Sin embargo, lo que en el juicio del Supremo se dirime es si la conculcación de la legalidad que esos dos propósitos implican alcanzó el extremo exigido por los tipos penales que se les pretende aplicar.
Ahí es donde los representantes del Ministerio Público van a tener que esmerarse un poco más, a partir de las pruebas que restan. Es en sus manos en las que está ahora el fruto de miles de horas de esfuerzo de muchos servidores públicos, que se han fajado y sacrificado en defensa del Estado y de los derechos de sus conciudadanos, pagando por ello un precio que ha incluido ver estigmatizados y señalados a sus hijos menores, por parte de la fracción del independentismo que no tiene reparos en bajar a esa sima moral. Que no parezca que hay quien se lleva mejor aprendida la lección. Lo que se juega es demasiado, y demasiado grave, para dar la sensación de sólo cubrir el expediente.