Si una horda criticona hubiera hecho presa a Simeone por celebrar un gol acunándose el paquete, ahora mismo estaría escribiendo sobre la idiotez de juzgar la naturalidad, cómo se intenta deformar, dándole, no sé, ideología. No hay espacio para dejarse llevar por el momento. Imagino que en una España paralela, el gesto ha provocado a feministas, que ven al entrenador del Atlético como el icono de un deporte que genera de forma industrial eso que llaman masculinidad tóxica. Simeone se agarra los huevos porque los goles todavía son cuestión de huevos, dirían, una señal inequívoca del lugar que ocupa la mujer en el fútbol, apartada biológicamente de la producción del hecho con el que más personas se identifican en el mundo.

Sin embargo, la reacción fue un alivio: a Simeone se lo perdonaron. En una época difícil, en la que cada movimiento, por leve que sea, ofende a un puñado de colectivos, que se desmayan en interminables llantos por las esquinas de las redes sociales, a veces la marea llega hasta las instituciones, Simeone ha logrado vivir aislado de la corrección en una isla en la que hay licencia, entre otras cosas, para agarrarse los testículos en un estadio abarrotado.



Nadie piensa en los niños cuando se trata del combativo argentino, liberado de las responsabilidades adjudicadas a las gentes del deporte, que cargan con las frustraciones de los hinchas y se pretende que también eduquen a sus hijos. Simeone no es ninguna referencia, su pasión no engendra pequeños monstruos: jamás levantará un título más importante.



El entrenador del Atleti es el héroe de la autenticidad. Se sale del cerco. Han intentado cazarlo aludiendo directamente a su familia, y la sociedad, que siempre quiere tener la última palabra, buscó al padre para preguntarle por su hijo, yendo al origen del problema, hurgando con ansia freudiana en el pasado. “Es un gesto antiguo”, dijo el progenitor, y se ha entendido como reproche lo que yo veo una descripción perfecta de lo que es un gesto.



No hay un progenitor avergonzado detrás de ese titular, sólo un utilitarista. Si no fuese antiguo no tendría sentido hacerlo, Simeone sería un monigote haciendo aspavientos nuevos y, por lo tanto, ininteligibles para celebrar la fiestecita individual que es un gol a favor. Enfrentando su interpretación de la rete con las celebraciones modernas, el saludo de Ramos con Lucas Vázquez o los saltos de Griezmann, Simeone siempre gana.



Es domingo y casi nadie se acuerda ya de cómo celebró el gol de un defensa tras una jugada rebotada en el primer partido de la primera eliminatoria de un campeonato continental. Simeone exageró como si fuese el último minuto de la final, interpelando a las gradas, desatado, galopando enloquecido hacia ninguna parte.



Es un macarra insuperable, un cani al que se le escapan los gatos por la boca, el último hombre libre del mundo libre, un santo de la espontaneidad cuando Occidente está plagado de selfies morales. Lo único que siento es que esa mirada excepcional sobre el argentino tiene trazas de condescendencia, una leve palmadita. Un caso perdido al que es preferible reírle las gracias que educarlo. Bueno, al menos aún no se ha colonizado a Simeone.