Aún hay quienes no se han dado cuenta, sobre todo en el mundo literario, de que la gran obra literaria de nuestro tiempo son los diarios de Andrés Trapiello, Salón de pasos perdidos. La paradoja es que su grandeza necesita de esta cierta falta de reconocimiento; o mejor dicho: de consagración. Trapiello no es un autor 'consagrado' –lo que a su edad tiene muchísimo mérito– y esto le permite escribir con libertad, con naturalidad. Sigue vivo cuando muchos están muertos o apelmazados. La clave quizá esté en esto que decía Thomas Bernhard (aunque Trapiello nunca ha hablado de Bernhard ni creo que sea de su gusto; pero en el mío están los dos): "Yo no pertenezco a los escritores. Siempre he sido, en el fondo, un hombre 'real?".
En Diligencias, que acaba de salir (en Pre-Textos, como siempre), el autor habla de una lectora que le dijo: “Yo he leído todos tus diarios. Sin saltarme una oropéndola”. Yo confieso que alguna me he saltado, pero me gusta que las oropéndolas estén ahí. Con este ya son veintidós tomos. Abruma la cantidad, pero otra paradoja es que hace ya tiempo que la cantidad pasó a formar parte de la calidad de la obra. En algún momento la cantidad empezó a sumar en vez de a restar, incluso para los que creíamos inicialmente lo contrario. Algo que ha sido posible por la calidad de cada una de las páginas. Es la escritura de Trapiello la que lo sostiene todo. Y lo que va naturalmente con la escritura: la mirada, la manera de vivir la vida, los sucesos cotidianos (con algún eco de los históricos y los de actualidad), los pensamientos, la sentimientos.
Entre las cosas de Trapiello están su familia, sus amigos (y sus enemigos), su hipocondría, Madrid, Las Viñas, el Rastro, los libros, los viajes, la ciudad, la naturaleza, los seres humanos, las obras, los paisajes, los objetos, las peripecias de la vida literaria (con frecuencia paródicas), el paso del tiempo y de las estaciones, las muertes cercanas, las afluencias del pasado, la continua indagación en el gran trauma de la guerra civil (suavizado por la distancia), todo ello con un tono cervantino de humor, jugueteo y piedad; es decir, seriedad con ligereza.
Uno de los aforismos de este tomo (abundante en ellos) dice: “Hemos de conducirnos noblemente, en atención al muerto que todos llevamos dentro”. La conciencia de la muerte, que le da valor a la vida. En otro pasaje, tal vez el mejor, Trapiello se encuentra en la calle con una mujer que acompaña a su anciana madre del portal de su casa a la ambulancia, seguramente para no volver. Y escribe sobre la anciana: “No dijo nada, pero antes de que el enfermero la metiera en la ambulancia esparció su mirada alrededor. Lentamente y a la vez sin detenerse en nada; abarcó casas, tiendas, cielo, transeúntes, yo entre ellos. Sin dejar de sonreír, sin soltar la mano de su hija. Cuánto amor a la vida en un instante. Un largo adiós fue su mirada. La historia, una historia de amor, saliendo de aquel portal, empezaba a escribirse en una mañana soleada; el oscuro pasado y sus secretos, allí, delante de todos, presente para quien quisiera descubrirlo y dar testimonio de la vida. De la vida, que nunca se interrumpe”.
Las dimensiones del Salón de pasos perdidos intimidan a los curiosos que quieren asomarse pero no saben por dónde. Es frecuente la pregunta de por qué tomo empezar. La respuesta es sencillísima: por cualquiera. Por ejemplo, por este Diligencias que está ahora en todas las librerías. Los diarios de Trapiello pertenecen todos a un mismo libro, a un mismo libro bueno que va creciendo cada año.