La España rural vino el domingo a Madrid a pasar la factura del divorcio que se ha producido entre las ciudades y el campo en nuestro país. Tienen la culpa los mitos de la posmodernidad, que han florecido en el ciudadano pegado a Facebook, y dosis de realidad apabullantes: cada vez menos gente quiere levantarse a las seis de la mañana para ordeñar vacas o serpar olivos.
La columna reivindicativa avanzaba por la Castellana mostrando a los agraviados por la emancipación moral y física de la sociedad urbana, que ha vaciado los campos y convertido algunas costumbres en bestiarios de otra época a los que asomarse de forma irónica y paternalista, cuando no prohibirlos. Los telediarios ya hablaban sobre este despertar de lo agrario con una lejanía inédita, confirmando que la mejor manera de asentar una posición es manifestarse en contra de ella.
Se reivindicaron bajo la protección de Alianza Rural, una asociación nueva que pretende hacer lobby en las instituciones, incumpliendo la primera regla de los lobbies, es decir, anunciando sus intenciones públicamente. La componen los que ven amenazados sus trabajos, incluidos los circos, actividad propia de las ciudades, que sienten cerca la soga animalista y han saltado al primer barco que zarpó huyendo. Representantes de todos los partidos acudieron a saludar a ese batiburrillo de olvidados, incluido Podemos, la formación que basó su éxito, en parte, en demonizar a la forma de entender la vida por la que allí se clamaba.
Aceptaron en su seno, y consintieron en forrar de seriedad institucional, a movimientos sociales que han acosado estos años a los manifestantes del fin de semana. Mientras se alejaban del verdadero campo, en las ciudades impulsaron un modo rural franquiciado, bonito, un Starbucks de los sentimientos ecologistas, convirtiendo sus valores en eslóganes baratos para abonar los huertos urbanos: la paradoja de adoptar galgos confinándolos en pisitos e insultar a los ganaderos acusándolos de maltrato animal.
Alimentaron la leyenda de un medio rural que disfrutaba sólo la casta atacando por placer psicópata a la naturaleza, conmovieron así a millones de votantes, pero se olvidaron de los trabajadores. Las elecciones de Andalucía les recordaron la distancia sideral que les separa de la realidad y ahora intentan comprender los motivos de la desconexión sin mirarse al espejo.
A pesar de los muchachos de Pablo Iglesias, a los que abuchearon un poco, el encuentro se produjo por razones puramente físicas: los cazadores, pescadores, ganaderos y agricultores se pavonearon por la capital oliendo el celo de los políticos, atraídos, a su vez, por la tristeza de un grupo social que se siente apartado. La convocatoria electoral es la berrea de la democracia, el momento justo en el que los representantes públicos están en sus días más sensibles, capaces de escuchar a los votantes, fotografiarse con ellos, hacer las promesas necesarias para acabar juntos revolcándose en las urnas.
La batalla por el 28-A se va a librar en las granjas y en las taxidermias, que acumulan la reacción a nivel nacional que sacó a Susana Díaz de San Telmo. Casado se ha adelantado y fue sorprendido hace unos días acariciando un becerro –no era Moreno Bonilla, que también pidió el voto a un vaca–. Nos esperaba una bonita campaña con olor a estiércol.