Sobre los campos de concentración ya se ha escrito lo más valioso -el testimonio de las víctimas-, pero todavía no es suficiente. Las letras nunca desbordarán el vaso. Ante la verja del Arbeit macht frei, la humanidad asalta a todo el que emborrona cuartillas de vez en cuando y le obliga a un texto.
La realidad es tan potente que genera en el escritor una sensación engañosa, cínica: "Cuenta todo lo que ves, aprovecha la gran oportunidad". Al mismo tiempo le compromete, arrojándole los versos de Primo Levi con vehemencia atronadora: "Pensad que esto ha sucedido (...) Al estar en casa, al ir por la calle, al acostaros, al levantaros. Repetídselo a vuestros hijos o que vuestra casa se derrumbe, la enfermedad os imposibilite y vuestros descendientes os vuelvan el rostro".
Mañana de niebla en Sachsenhausen, a las afueras de Berlín. Todo es piedra, asfalto gris. Y cuervos negros, como si sus antepasados les hubieran contado que esta explanada era un repositorio inagotable de carne muerta. Graznan y dan vueltas en círculo. El suelo yermo, los árboles de rama endeble, este cielo tan a punto de desplomarse... También les duele la memoria. Un folleto dice que los nazis gestionaban Auschwitz, Dachau y Birkenau desde aquí.
Un grupo de adolescentes alemanes, profesor a la cabeza, recorre los barracones en estricto silencio. Algunos tragan saliva cuando escuchan las crueldades de las SS. Colgados del recuerdo, quizá estén escalando su árbol genealógico en busca de sus bisabuelos, con la esperanza de que su apellido no contribuyera a la barbarie. El asesinato industrializado de judíos pone en peligro al individuo: las cifras siempre acarrean el olvido de aquel hombre obligado a postrarse en el suelo para ser atropellado, de aquella mujer violada por unos cuantos oficiales.
En los libros está la "solución final", el holocausto con mayúsculas, pero en este lugar resucitan los gritos, los documentos de identidad, los cordones de aquel zapato que se quedó sin dueño, las cicatrices de cada tortura.
Hay una escalera de piedra y ladrillo que conduce al crematorio. Sobrecoge pensar que los asesinos encontraron consuelo en esa ceniza uniforme, luego barrida por el viento. La única manera de matar todos los días pasa por deshumanizar a la víctima. Se trata de difuminar los rostros. "Esos ojos no son como los míos, esos huesos no son como los míos, esa carne no es como la mía. Tampoco mis afectos, mis amores o mi apego a la vida". Sólo así se entiende que el nazi pudiera mostrar maneras de "buena persona" con el resto de "arios".
Un barracón. Otro. Dos troncos, extremidades de la horca. Nadie permanece demasiados minutos en ningún lugar. La recreación estremece. La cultura se asocia erróneamente a la bondad. Una deducción peligrosa. El arquitecto dedicó su sabiduría a levantar una torre desde la que se pudiera ametrallar todos los ángulos de Sachsenhausen. La lectura, la pintura y la música no son antídoto. Una intemperie que genera ansiedad, como si las vallas siguieran electrificadas.
En los sótanos de la enfermería, de luz amarillenta y baldosas cuadradas, hay una rendija para la esperanza. Las paredes son de un blanco tan violento que llama a la sangre. Aquí, cuatro judíos fundaron un conjunto de cuerda. También ensayaron en la habitación donde se despiojaban. Crueldad o casualidad etimológica, su obra maestra fue la Sinfonía inacabada de Schubert.
A la salida me tortura una pregunta: ¿qué hubiese hecho yo en la Alemania de 1939? ¿Y en la España de 1936? ¿Se hubiera disparado el arma en mis manos? ¿Qué uniforme habría sido el mío? ¿Fusilador o fusilado? En esos interrogantes está la verdad más cruel, pero también la única posibilidad de que esta infamia no vuelva a repetirse.