A finales de los 80, la Facultad de Geografía e Historia de las Islas Baleares puede que fuese de los últimos reductos del marxismo en Occidente. Probablemente exagero –seguro que sí–, pero en cualquier caso, a un año de que cayese el muro de Berlín, de primero a quinto curso, no había apenas asignatura que no se explicase desde la óptica de la lucha de clases.
La había en la historia de todas las épocas –ni Pericles, ni Leónidas, ni Platón, sólo esclavismo– , en todas las que trataban el Arte –la iconología y la iconografía, qué grandes herramientas de interpretación– y hasta puede que la carta de la cafetería se tuviera que entender también desde el punto de vista del materialismo histórico.
Transcurridos los años, creí –ingenua de mí– que el marxismo era ya algo tan residual como los resultados de Izquierda Unida y que con suerte, no me lo volvería a encontrar. Me equivocaba. Con la ola de Podemos mediante, el nuevo feminismo lo ha vuelto a arrojar a la orilla como ese alquitrán del que una no se puede desprender por más que quiera.
Y volvemos a la lucha de clases y a los binomios perversos, y donde antes peleaba la clase obrera contra el capital, ahora lo hace la mujer contra el patriarcado –contra el hombre por el hecho de serlo–, y de nuevo contra el capital y contra todo lo que quepa en el saco ideológico elaborado al efecto.
Nos dicen que las mujeres en España somos una mayoría oprimida por el heteropatriarcado, agredidas por los hombres, explotadas en el trabajo y en nuestro hogar, e invisibles en la escena pública y no digamos ya en la escuela. Y de ello se nos deduce anticapitalistas, de izquierdas, animalistas, proaborto, veganas (o vergonzantemente flexivegetarianas), antimilitaristas, laicistas, contrarias a las grandes superficies, al cuidado personal a los aparatos electrónicos y sobre todo diversas, muy diversas –salvo para opinar–.
El viernes nos toca huelga, y no una huelga cualquiera en la que mujeres y hombres luchan codo con codo por sus derechos laborales. No. Una huelga que debería ser, en teoría contra o para llamar la atención de quienes tienen la responsabilidad de cambiar todo lo que está mal pero en la que, sin embargo, en un sorprendente ejercicio de onanismo, esos responsables políticos irán –los primeros– detrás de la pancarta.
¿Contra quién entonces? Bajo el señuelo del argumento legítimo de las mujeres víctimas del maltrato y de las situaciones de injusticia que aún quedan por corregir, se nos convoca a no trabajar, a no cuidar, a no realizar tareas doméstica, a no comprar salvo lo imprescindible (y en comercios de proximidad) y a no asistir a clase. Todo para visibilizar que “sin la mujer, ni se produce ni se reproduce”.
¿Quién hay enfrente? “El orden patriarcal, racista, colonizador, capitalista y depredador del medio ambiente”, pero sobre todo, la derecha, la extrema derecha, los Estados totalitarios como EEUU, Brasil e Italia (ni una tímida mención a las repúblicas o las monarquías islámicas y mucho menos a Estados tan depredadores del medioambiente y tan poco partidarios de las libertades individuales como China o Rusia), pero sobre todo, enfrente, pero que muy enfrente, quienes nos atrevemos a poner en duda –no la violencia, el maltrato o la injusticia– sino una visión del mundo en el que el hombre es malo y también culpable por el mero hecho de serlo y la mujer es buena e inocente por lo mismo.
Un planteamiento que parte de la premisa de que es lícito acabar con la igualdad ante la Ley –uno de los pilares del Estado de Derecho– si el motivo lo merece (ellas ya decidieron que sí).
Una visión de la mujer que, lejos de ser diversa, expulsa a quienes no nos identificamos con su modelo y pensamos que la igualdad real es la de oportunidades, no la uniformidad, y por eso se nos destierra al infierno de las malas mujeres, de las que reniegan de su sexo (perdón, de su género), de las negacionistas y de las abejas reinas. Pero sobre todo –y eso es lo más infame– se nos hace cómplices de esa violencia, ese maltrato o esa injusticia con que empezó todo.
Hace unos días, en un estudio aparecido en El País se decía que el actual feminismo era, con diferencia, de adolescentes y de mujeres mayores y que las que nacimos entre los 60 y los 70 habíamos perdido conciencia feminista. Coincido con lo primero, lo segundo no creo que sea cierto.
Nosotras –esa generación supuestamente perdida para el feminismo– dimos las gracias a nuestras madres por su legado pero nos lanzamos al mundo que a ellas les había sido vedado, sin pedir permiso, sin dudar –ni por un instante– que era nuestro derecho, y abrimos puertas, derribamos algún que otro muro, nos equivocamos, corregimos el rumbo, nos hicimos visibles en la esfera pública, consensuamos en nuestro hogar sin intromisiones del Estado, decidimos –también sin injerencias– el precio que queríamos pagar por nuestra maternidad, hicimos renuncias y no pedimos perdón por ellas, algunas conseguimos llegar a buenos acuerdos, otras no tanto, pero nadie se atrevió a decirnos cómo debíamos hacerlo. Hasta ahora.
Yo –como otras– no voy a hacer huelga. Que nadie se atreva a echármelo en cara.