Zidane ha sido el hombre más feliz de Europa esta semana porque ha tenido a su ex persiguiéndole por las esquinas de Madrid, haciéndose la encontradiza en los lugares que frecuenta, y si eso no fuese lo suficientemente milagroso, ella reconocía no tener razón. La culpa no era de Zidane, que ha vuelto y se fue por amor. "Sí a todo, pero vuelve conmigo”, se le escuchó decir pegada al telefonillo de su casa hace dos o tres madrugadas, culminando nueve meses infernales.
Que te persiga por Madrid una ex muriéndose de nostalgia es insuperable. Los años que estuvieron juntos fueron maravillosos: reformaron el trastero de los trofeos convirtiéndolo en la habitación con mejores vistas del continente. Espumeaba química la pareja igual que al conocerse, pero cuando parecía que no podía ser más perfecto, les llovían las chilenas —es imposible no ser feliz besándose bajo una lluvia de chilenas—, asistimos a cómo se quebraba algo profundo en una rueda de prensa tristísima.
Zidane se iba por su bien. Se dieron distancia y llegaron días en los que parecía feliz al lado de tipos extraños, empujada por la soberbia, que ciega: uno tenía el flequillo tieso y los zapatos más feos de la historia, el otro parecía demasiado servicial con ese acento y sus decisiones aparatosas. Puras simulaciones. No había nada definitivo en ellos, hombres normales superados antes de poner un pie en cualquier salón. Jamás funcionó, no sonreían nunca, y el amor se volvió una huida frenética por el Tinder de los campos de fútbol sin hacer nunca match verdadero. El sexo de los desesperados, que no construye la relación desde abajo sino que la adorna por arriba como una estrella de Navidad y dura lo mismo ahí colocado, apenas unos meses. Ni siquiera el pelazo del último y eso que parecía ser un atisbo de intuición arreglaron nada.
El madridismo es una reunión de hipocondríacos por la que Zidane pasa sin mojarse, levita sin contagiarse de la ansiedad con la que se despachan asuntos en Chamartín, que es lo que le diferencia del resto, cuando todo parece tener pinta de crisis de estado y suenan las alarmas. En ese momento, España entera se asoma por las gateras del Bernabéu. Son los días especiales, con antimadridistas vigilando las constantes vitales del escudo, periodistas haciendo el ridículo y gente llorando en la puerta 55. El triplete de cuando va mal, algo inédito en el resto de instituciones deportivas. Zidane tiene una actitud que mejora mucho las situaciones: pasa como si su equipo fuese radicalmente otro y ese ruido de fondo, las obras de un vecino. A la rueda de prensa llegó como llegan los socorristas que encuentran en su día libre a la mujer de su vida hundiéndose en mitad del océano.
Le brillaban los ojos a Florentino cuando Zidane lo dejó en la playa. Era un bañador precioso el del nuevo-viejo entrenador. Se hablaron de las cosas normales, hubo mucha familia, la sensación del reencuentro que no decepciona. A veces las exs llaman a la puerta para exponer los problemas sin ofrecer soluciones, uno se vuelve a casa cabizbajo, arrastrando pasado. Ahora había un contrato millonario.
Quedó la sensación de que el Madrid puede optar otra vez a ganar cualquiera de los títulos esfumados hace una semana, incluida, claro, la Champions, como si Zidane guardara una vida secreta con la que lograr la readmisión del equipo. Obviamente, los siete días negros de derrotas fueron lo más interesante que ha pasado desde que se fue el francés. A este equipo le suceden cosas increíbles y el amor acaba triunfando. ¿Eso no es un modelo?