Esta semana se ha publicado el Informe Anual de la Felicidad de la ONU. Repetimos ganador: Finlandia es el país más feliz. Y mientras leo la noticia pienso, no ya en qué datos tienen en cuenta para hacer tal afirmación, que ya sabemos que son ingresos, esperanza de vida, apoyos sociales, libertad, confianza, corrupción y calidad de vida de los inmigrantes, sino en la dificultad de resumir algo tan íntimo y complejo en una simple puntuación. Todo cifras, todo muy objetivo, pero es que no hay nada de objetivo en la felicidad. Seguramente los finlandeses no se sentirán el país más feliz del mundo, básicamente porque no son territorios, sino personas.
Tendría más sentido que Finlandia fuera un conjunto de seres felices a más no poder si, en ese sistema educativo superlativo y mega célebre, les enseñaran a manejar sus emociones, pero no parece que sea el caso, dadas las altas tasas de alcoholismo, depresión y suicidio que azotan el país más feliz del planeta. Quizás la ONU ha confundido estabilidad económica con felicidad, huevos con castañas, churras y merinas. La felicidad estructural es una cosa, la de los cuerpos serranos (o escandinavos), otra muy diferente.
Hacer de nuestra vida algo que valga la pena es algo totalmente subjetivo: para unos será conquistar el Everest, para otros escribir un libro, o ganar millones, o descubrir la cura contra el cáncer, o pasarse el día cocinando, o pintando paredes, o jugando al fútbol.
Alcanzar la felicidad requiere de decisiones que no todo el mundo está dispuesto a tomar: para acceder a determinada carrera me dejaré los codos; si quiero estar en forma, más me vale comer bien, dormir lo necesario y hacer deporte; si no estoy bien con mi pareja, habré de separarme de ella, por mucho que me duela; si mi trabajo me hastía, ahí afuera hay todo un mundo esperando a que me reinvente. Cuando las penas del pasado nos atormentan, es asunto nuestro darles carpetazo y caminar hacia el futuro. Nadie dijo que esto fuera fácil.
Lo primero debería ser plantearnos quiénes somos, qué es lo que queremos aportar al mundo, para qué hacemos lo que hacemos, de quién queremos acompañarnos, qué debemos dejar atrás para cumplir nuestros sueños. No nos enseñan nada de eso en el colegio. Ahí también son todo datos, puntuaciones, estadísticas, suspensos, aprobados. Las inteligencias múltiples nos dicen que el mejor de la clase no es el que mejores notas saca en mates y lengua, que el concepto de "mejor" es tan ridículo como obsoleto; la experiencia nos enseña que el que saca mejores notas no tendrá siempre el mejor trabajo; la vida nos demuestra que el mejor trabajo no es siempre aquel en el que más nos pagan, sino uno en el que encajan todos nuestros paraqués.
Platón y Aristóteles aseguraban que la felicidad depende de uno mismo. Enrique Rojas afirma que las dos grandes patas de la felicidad son una personalidad madura y un proyecto de vida. Daniel Goleman, el padre de la inteligencia emocional, nos cuenta que el control cognitivo, fuerza de voluntad para los amigos, es definitiva para gozar de una buena salud económica e, incluso, física. Ninguno menciona el producto interior bruto ni las bajas por maternidad.
El equilibrio entre los diferentes recipientes de la vida debería llevarnos a algo parecido a sentirnos bien, pero nos despistamos y nos deshacemos por un mal de amores o un despido. Ponemos todos los huevos en una cesta y todo se va a la mierda. Se nos olvida, entonces, lo maravilloso que es un terraceo con amigos, que no hay nada mejor que nadar desnudo en el mar, que escuchar a nuestro cantante favorito nos lleva a un lugar que deberíamos visitar más a menudo, que estar sanos es un regalo que deberíamos relamer con ansia mientras podamos, ya sea aquí o en Finlandia.