En la entrega de esta semana, el juicio de todos los juicios, que también se ha convertido en el más potente drama judicial jamás producido en España, ha suscitado un interesante debate acerca de una cuestión antigua, cual es la del coraje. A quienes han comparecido ante la sala para prestar testimonio sobre los actos de violencia, resistencia u hostilidad de que fueron objeto cuando trataban de llevar a cabo órdenes judiciales, se los ha tratado de presentar, tanto por las defensas de los procesados como por los fieros palmeros de la causa independentista, como doncellas asustadizas que exageran la amenaza que en efecto sufrieron, exhibiendo así una debilidad de carácter impropia de su profesión y de las funciones que han de desempeñar.
Se pregunta uno, al asistir a estas lecciones de coraje, cuántos de esos letrados u opinadores afectos se vieron alguna vez frente a una multitud enfervorizada que los centuplica -o decuplica, tanto da- en número y a la que se ha inoculado un odio visceral contra ellos. Se pregunta uno, también, hasta qué punto entienden que la profesión de agente de la autoridad, en el ejercicio de funciones legalmente encomendadas y bajo control judicial, incluye la resignación a verse vejado y despreciado por quienes actúan en contra del ordenamiento jurídico. La doble vara de medir, que considera una tortura infrahumana que un preso no tenga wifi en su celda pero obliga a un guardia civil o a un policía a tragarse los escupitajos y a soportar que a su hijo se le adoctrine en el aula contra su padre, pasmaría si no fuéramos a estas alturas lo bastante conscientes de la pirámide de falacias y mixtificaciones sobre las que se alza este movimiento.
Resulta tanto más sorprendente esta invocación del coraje como virtud, afeándole a otro su falta, cuando nos encontramos ante quienes han pretendido derogar el orden constitucional, y sustituirlo por otro a la medida de sus intereses, sirviéndose de los resortes del poder del Estado y sin afrontar nunca, hasta el momento de su imputación judicial -que no pocos de ellos han eludido mediante la fuga-, la gravedad de esta acción. Ni la de su fruto: una fractura social que tampoco han lidiado en primera línea, dejando esa tarea a grupos de incontrolados por cuyos desafueros no quieren asumir ninguna responsabilidad.
Quizá en esta cuestión del coraje se encuentra el gran fallo de base y de sistema del movimiento soberanista que desplegó sus poderes en la jornada del 1-O y consecutivas. Lo que sus propagandistas dicen querer y necesitar, de modo innegociable y perentorio, exige violentar a muchos catalanes y al conjunto de los españoles; un proyecto que, si fuera justo, quizá encontraría el valor necesario para pagar el precio. Que hasta la fecha no lo haya demostrado, y se mantenga en este juego de añagazas y de trucos retóricos, hace dudar de su justicia y su necesidad.