Dispuesto a mantenerme hundido en esta sensación de no estar a la altura de nada, el domingo por la noche, en uno de los domingos más horribles del año, húmedo, fresco y al que se le evaporaba el tiempo, vi Cafarnaúm. Es una película tristísima que tiene un comienzo increíble, en el sentido exacto de la palabra: un niño denuncia a sus padres por haberlo traído al mundo. Al escuchar a un chaval de 12 años hablar con esa franqueza al juez dan ganas de abandonar la sala. Dos horas después, se entiende porqué es así, que no era ninguna impostura gratuita del guion. Zain, el príncipe de la miseria, sonrió y en las filas de atrás los paquetes de pañuelos se abrieron como paraguas, los créditos tuvieron el eco de los pucheros. A mí, antes que las lagrimillas, me vinieron las tinieblas planteadas sobre la paternidad. Y esa duda cada vez más recurrente: ¿estaré alguna vez a la altura del esfuerzo de mis padres?
Cafarnaúm hace, en realidad, la pregunta a la inversa. El chaval anda por el mundo sin nada más que su odio a los progenitores pobres que le tocaron, analfabetos, incapaces de parar de tener hijos que no pueden mantener. “¿Cuántos hermanos tienes?”, le preguntan una vez al hombrecillo. “Muchos”, responde, como si hablara de un criadero de animales del que escapó.
Viven pero no existen, incrustrados en lo más hondo de la sociedad, un ambiente en el que también hay jerarquías. Son los últimos de los últimos, a merced de las arenas movedizas de la supervivencia. Cuanto más manotean, más los atrapa un entorno que permanece impasible a la degradación. El resto de personas es un decorado que asiste a la vida sin capacidad para reaccionar, paralizado por la rutina de la vida de mierda: Cafarnaúm es una jungla de miserables observados por miserables. Contra todo eso se rebela el protagonista, cuestionándose la vida de otra forma: ¿estarán mis padres alguna vez a la altura de mi esfuerzo?
Nuestra generación vive en la duda eterna sobre salir o no de la adolescencia. Adultos con vida de quinceañeros conviven en un mundo con niños viejos que poseen pensamientos profundos sobre la ocurrencia de estar vivos, o al menos con las circunstancias que pueden crearlos, cuando vivir se convierte en un problema.
A mí edad mis padres ya habían formado nuestra familia, ese artefacto que moldeó sus vidas en los mejores años. Soy el resultado de todas las horas invertidas en que fuese bien. Ellos, sin embargo, el producto de todos los desengaños porque, entiendo, marcan más que las satisfacciones. Supongo que será cuestión de biología hacer el idiota cuando viajo a casa y luego valorarlos al pisar de nuevo Madrid. Como si estuviéramos configurados para caer en la cuenta demasiado tarde en una carrera contrarreloj inversamente proporcional. Cuanto más seguro estás de que por fin eres un adulto, menos tiempo les queda. Para contrarrestrarlo he decidido empezar ya a echarlos de menos. A ver si así cambia algo.