En apenas tres días, la nueva España transversal ha dado la cara en campaña. No ha tardado mucho. De la Universidad Autónoma de Barcelona a Rentería, ya funciona la cornisa del odio, que se extiende desde el mediterráneo de banderas, sentimientos y homilías hasta el País Vasco, una tierra que mantiene el olor a pólvora, pegado a los esquinazos como la humedad. De las calles no se irá nunca el sabor a sangre. A pesar de las marcas que deja eliminar al que piensa diferente, los dos núcleos separatistas se buscan: los vascos pretenden justificar su pasado frente a un estado malvado que juzga las falsa primavera demócrata que viven sus amiguetes.
El contexto visceral que palpita en la actualidad política alimenta este Erasmus de la intransigencia, compartido entre los que pretenden dinamitar la idea de España cerrada por la Transición. Ambos se benefician del intercambio regido por el metrónomo del miedo que pretenden imponer. En Cataluña, les hacía falta un poco más de intención a los gafotas de San Jordi, por lo que añadieron las técnicas de kale borroka a la propaganda, el sustitutivo de las diadas arcoíris, decoradas por la condescendencia hacia el resto de España. Y en Euskadi echaban de menos un relato que tape la montaña de muertos, incompatible con la posmodernidad ecológica en la que andan metidos, cambiando zulos por huertos.
El trastero maloliente donde se produce el encuentro lo facilita la izquierda, que ha quedado sólo para hacer de Tinder a las derechas más violentas, radicalizadas, decimonónicas y reaccionarias que campan por Europa. Justo en el momento en que la sociedad española necesita reencontrarse en el anclaje común de la Constitución, los únicos que han llegado a un acuerdo de colaboración en mitad de la tormenta identitaria son los que buscan acabar con ella. Alrededor, la democracia se vuelve salvaje, épica, se rebobina: a partir de un determinado momento, un país civilizado nunca gasta políticos valientes.
La tranquilidad de los discursos en algunos lugares marca la salud del sistema de convivencia. Uno de los responsables de Podemos, Echenique, aludía el domingo a su papel de colchón en el sexo furtivo de los separatistas. Esbozó la gravedad de la enfermedad sólo con un tuit: el País Vasco pertenece a los asesinos. La herencia de los pistoleros está a salvo con ese discurso que, al final, cuenta más que la cantidad de etarras encerrados en la cárcel lejísimos de sus familias o la victoria policial sobre la organización terrorista.
Según el político, nadie debería molestar la deforme paz vasca. Quizá sienta una compasión de espejo. Echenique dice lo que no se atreven los políticos abertzales. Rumian todavía sus complejos con la memoria. Supongo que debe ser incómodo ver en la puerta de casa a Savater o Maite Pagazaurtundúa hablando de libertad o tolerancia, las ideas exóticas allí, como supervivientes de una generación que todavía les sobra, asesinada por representar lo mismo que les gritaron a la cara el domingo.