Ella sabía que llovía a cántaros. Por eso me miró así. No hay mejor envoltorio para el miedo que un fenómeno meteorológico desagradable. Me entregó un par de folios y dos sobres. Fue entonces cuando percibí que aquella funcionaria de gesto severo deseaba relamerse con mis temores. Como una hiena, buscaba el sudor frío que hidratara su aburrimiento.
Desgranó los riesgos que implica el voto por correo y festejó el acojone que inundó mi rostro. El reto democrático puede resumirse con la frase que puso fin a su discurso: "No se admiten tachones. Cualquier error invalidará la solicitud. Y... no me quedan más formularios".
Juro que los puntos suspensivos responden fielmente a la realidad. Esa señora -con la que llevo soñando un par de días- hizo la paradinha antes de advertirme de que la más mínima equivocación sería irreversible. Aquella mujer infundía vértigo cada vez que agachaba la cabeza y miraba por encima de sus gafas.
Generales, municipales, autonómicas, europeas... La democracia se me escapaba como el agua entre las manos. Agarré un bolígrafo y comencé a rellenar con mimo cada uno de los espacios. Me apoyé en una balda junto a otras cinco o seis personas. Todos nos descubrimos enfermos de Parkinson. La superficie temblaba. Los diestros tenían ganas de asesinar a los zurdos y viceversa. Sabíamos que una letra en falso nos trasladaría a un año cualquiera entre 1937 y 1976. Sin voz ni voto.
La lluvia no sólo sirvió a la funcionaria para subir el volumen al miedo. La oficina de Correos parecía un cementerio de paraguas. El suelo, resbaladizo, obligaba a los presentes a caminar con sumo cuidado. Los formularios, como si fueran pruebas de un crimen, no debían entrar en contacto con nada ni nadie más allá de la tinta.
Decidí escribir en mayúsculas. Siempre he creído que las minúsculas, a diferencia de sus mayores, permiten la desconcentración. Al ser la letra más grande y tener menos costumbre, uno va despacio, casi velazqueño, hasta llegar a su destino. Nombre, apellidos, fecha de nacimiento, DNI, provincia, dirección, enfermedades... Y un sinfín de datos. Si llegan a colar "partido político que apoya", debido al ritmo mecánico, más de uno lo hubiéramos desvelado.
Entré en Correos a eso de la una y media. Al ser sábado, cerraban a las dos. Se me acababa el tiempo. Para más inri, seguía entrando gente. Creo que faltaba oxígeno. Al no haber formularios, los ciudadanos que traspasaban la puerta clamaban contra el sistema. Ruido. Más ruido. Cerré los ojos. Recé a unos cuantos dioses y anoté el punto final.
Tras sortear a aquellos demócratas enfurecidos y sin formulario, alcancé el mostrador. Otra vez, cara a cara con la funcionaria. Untó su dedo en saliva para separar los dos folios y revisarlos por separado.
"¡No! ¡No! ¡Esto es inaceptable! ¡Así no se puede! ¡Error! ¡Error!". Mi capacidad de voto languideció de golpe. "Pero, ¿esto qué es?". Con una uña de proporciones egipcias señaló un apartado en concreto. Ponía: "El Español". Yo había anotado, junto a la dirección de entrega, el nombre del periódico en el que trabajo. En muchas ocasiones, los paquetes se pierden porque se trata de un edificio con muchas empresas y particularidades.
-Pero, ¿qué es esto de El Español?
-Señora, por favor, escúcheme.
-No, no. Este formulario no me vale. En absoluto.
-De verdad, déjeme expli...
-¡No! Esto es erróneo. ¿El Español? No vale.
Chillé a aquella funcionaria y lo lamento mucho, pero a punto estuve de perder mi sufragio. Luego congeniamos. Ella -según me dijo- había creído que yo había querido definirme como "El Español", el único e inigualable. Confundió mi indicación al cartero con un alarde de patriotismo exacerbado. Querida amiga, le manda saludos un superviviente del voto por correo.