Pamplona suele engañar al flâneur, enseñándole lo más bonito antes de entrar, haciéndole creer que dentro no hallará nada igual, para luego volver a deslumbrarle. El Portal de Francia o la entrada de Roncesvalles colman las expectativas del que llega. Pamplona aprueba habiendo respondido tan sólo a la primera pregunta del examen.
El paisaje virgen e inocente del Camino de Santiago o las rocas pulcras y rebosantes de historia convierten el envoltorio de la ciudad en ese papel de regalo que nadie tira.
Son muy pocas las capitales de provincia que pueden disparar al corazón con sus paisajes desde el centro y los alrededores. La explanada de hierba del Caballo Blanco, en pleno Casco Viejo, concentra en las tardes de sol a jóvenes y viejos, que disfrutan de conciertos y cervezas desde el que fuera mejor bastión defensivo de la ciudad.
Es curioso cómo el tiempo transforma un lugar de ejecuciones en punto de placer y disfrute. En la Ciudadela, todavía amurallada por la solemnidad del pasado, basta un poco de niebla para imaginar soldados, bayonetas y pasos marciales. Ahora esconde el verde sobre el que los perros corren, sobre el que las parejas pasean como si formaran parte de una película. También acoge los escarceos desesperados de los últimos románticos a la salida de la discoteca.
Pero no todos los parques son consecuencia de la guerra o la violencia. Más allá, en el barrio de San Juan, reposa la influencia oriental de Yamaguchi, ciudad nipona hermanada que da nombre a uno de los jardines más extensos.
Decía Baroja que Pamplona sufría una sobredosis de "cleromilitarina", y probablemente siga teniendo razón, aunque por fortuna no todo es quietud. Allí donde se reúnen los locos durante siete días, envenenados por las argucias sanfermineras de Baco, también disfrutan los ¿cuerdos? ¿cuervos? el resto del año. Viajan de noche, sin que se les vea demasiado. A modo de venganza, orquestan sus rituales lujuriosos en las calles que llevan nombres de santo. Pobre Nicolás.
Caminar por el recorrido del encierro sin haber sonado el chupinazo ofrece una perspectiva distinta, reveladora: el tamaño de las calles parece otro, los balcones vacíos embellecen, el rojo de los vinos es menos violento que el de la sangre o los pañuelos, y los pintxos despiertan el apetito con más fuerza que los churros de las ocho de la mañana.
Unos adoquines más allá, se encuentra el epicentro de la inconsciencia de la Fiesta: Navarrería. La fuente que sirve de trampolín hacia la nada para algunos derrotados por el alcohol acoge las quedadas de "los de siempre"; charlas de sidra y bravas, de mejillones y cañas.
Pamplona tiene el encanto de aquellas mujeres que conquistan a la primera, pero también después de mucho tiempo, que sorprenden cada día como si no existiera el siguiente.