Qué terriblemente fácil es ser de izquierdas. Tener la razón siempre -pese a que la realidad te contradiga-. Pontificar sobre cualquier tema desde la autoridad que la historia de tu partido o de tu ideología te confiere -aunque esté jalonada de crímenes-. Saber que siempre estás en el lado correcto porque la mayoría de medios de comunicación así te lo dicen. Conseguir que lo que en la derecha se juzga inadmisible, se justifique o se pase por alto en tu caso. Tener a tu lado al famoseo, al artisteo y a los que se llaman a sí mismos intelectuales. Inventarte derechos y conculcar los que te molestan -el de expresión, la seguridad jurídica-. Alinearte sin sombra de mala conciencia con según qué dictaduras (de izquierdas) por más muertos que pongan sobre las aceras. Y cómo no, verte guapa, sabia, comprometida, buena, divertida -o cualquier otro atributo positivo que se te ocurra- en las películas y en las series de televisión (españolas), porque así se muestra a las mujeres que piensan como tú.
Si eres de izquierdas no es necesario que filtres demasiado lo que dices, porque si metes la pata, siempre habrá una justificación a mano (y si no, recurres al insulto que en tu caso viene a ser lo de Roma locuta, causa finita). Puedes permitirte predicar una cosa y hacer la contraria sin que te pase factura. Ser rica o muy rica y hablar de los desheredados de la Tierra como si tú fueras una de ellos. Indignarte ante las desigualdades (en mayúsculas y con los ojos en blanco) mientras racaneas las nóminas de tus trabajadores. Convertir tus manías y ocurrencias en verdades de fe, con la seguridad de que siempre habrá alguien que las respalde e incluso quien las convierta en ley y que la opinión pública, por más que le pese al principio, acabará dándote la razón (o pasando por el aro).
Y sobre todo, lo más importante, puedes agredir -verbal o físicamente- al que no piensa como tú y llamarle al mismo tiempo fascista, sin que en ningún caso la contradicción te chirríe.
Sí, sólo por eso, para vivir tranquila, con la satisfacción de levantarte cada mañana sabiendo que la razón y el derecho están de tu lado (y con la certeza de que el de derechas, bastante tiene con lo suyo como para encima llevarte la contraria), debe valer la pena ser de izquierdas.
Si eres mujer, lo eres más que las de derechas y por tanto, tus opiniones tienen más valor. Lo mismo si eres gay, obrero, joven, pensionista o inmigrante. Si alguien pone en duda tus opiniones, no te cuestiona a ti como individuo, sino que insulta a todo tu colectivo (o a todos a los que digas pertenecer), no importa de qué vaya el tema. Y si alguien insiste en llevarte la contraria, apelas a tu condición de víctima (circunstancia mucho más cómoda que tratar de refutar argumentos por ti misma) y la razón se vuelve de tu parte.
Y llegado el momento de pagar tus impuestos, qué tranquilidad sentir la certeza de que donde mejor está el dinero no es en los bolsillos de los ciudadanos -quizás sí, si fuera en los tuyos- sino manejado por Estado, y que lo que la derecha llama confiscación, tú lo aceptas alegremente como una contribución necesaria al bienestar general.
Ser de izquierdas en España. Todo son ventajas. ¿Cómo es posible entonces que, a pesar de su evidente utilidad, haya quien insista en no serlo?
Puede que a pesar de todo, un gran número de españoles insistamos en pensar por nuestra cuenta. Quizás, a pesar de los indiscutibles beneficios de nadar con la corriente, nos apetezca más hacerlo contra ella y hasta puede que sea porque nos parece más justo, más atinado y más beneficioso hasta para los que no piensan como nosotros. O simplemente porque nos gusta la variedad.