Hay quien va al Tribunal Supremo a declarar como testigo sin la menor conciencia de que está cumpliendo con una grave obligación. Hay quien, en el colmo de la inconsciencia, se planta en la sala como quien va a disertar a una tertulia o a hacer gala de su faceta más dicharachera en un torneo de monólogos.
Esta semana al magistrado Marchena se le ha acumulado el trabajo: ha tenido que apercibir a una testigo de que los cafés que tiene o deja de tener pendientes son asunto que incumbe en exclusiva a su vida social, sin duda muy interesante para ella pero perfectamente irrelevante para la causa penal en la que se ha recabado su testimonio. A la misma testigo hubo que hacerle ver que el hecho de tener unas décimas es cuestión que no va más allá de su personal y comprensible preocupación por su propio bienestar físico, porque la fiebre leve no suele provocar, con carácter general, un grado de afectación de las condiciones cognitivas que mediatice o enturbie la percepción de los hechos sobre los que se le pedía que depusiera. Por si con lo anterior no hubiera recibido ya suficiente orientación y aviso sobre el lugar y la coyuntura en que se encontraba, aún hubo que explicarle que las situaciones que la llevaron a alucinar, conforme a su muy particular visión de las cosas, tampoco son algo en lo que deba detenerse el examen de sus ya bastante atareadas señorías.
Sobre ese chaparrón de incoherencia con el contexto, que dejó calada hasta el tuétano la paciencia de la sala, aún había de caer el tozudo chubasco de un testigo, jurista para más señas y escarnio, que se empeñaba en utilizar en un tribunal con sede en la Comunidad de Madrid, contra las disposiciones legales, una lengua que no es cooficial en dicho territorio. Un gesto que, más allá de implicar una contravención de las leyes —que quien debía conocerlas osaba esperar que fuera bendecida por quien tiene el deber de cumplirlas y hacerlas cumplir— encierra una descortesía casi colindante con el aturdimiento: la diglosia es un hecho común y diario en muchas sociedades, aunque no lo sea en la madrileña, pero incluso allí donde se da, sólo desde la poca educación o el afán de fastidiar puede quien es capaz de expresarse y entenderse en las dos lenguas empeñarse en recurrir justo a aquella que mal comprende su interlocutor. Obviedades que han dejado de serlo para algunos que viven entre nosotros. El resultado no puede ser otro: deterioro de la convivencia.
Ahora bien, ya que uno planta batalla a la ley y a la cordialidad, porque parece creer que sus principios se lo imponen y es la forma de protestar por lo que considera una injusticia, cabría esperar que, ante la determinación judicial de hacer valer la ley vigente, el abnegado creyente en esa causa irrenunciable se aferrase a ella y arrostrara las consecuencias que ello le acarreara. No hubo tal: desplegado el teatrillo para YouTube, el díscolo se avino a declarar en la lengua común, para no pagar el precio de no hacerlo. Hasta cuándo abusarán de la templanza de quien una y otra vez tiene que recordarles lo que son y lo que hay.