A mí me cuesta sudor y sangre no aburrirme en diez meses de un hombre: no quiero ni pensar en todas esas criaturas que andan por el ancho mundo soliviantadas con Juego de Tronos desde hace diez años. Entiendo que el método forma parte de la capacidad de fascinación: tragar la píldora periódica, persistir en el suspense, encomendarse a la ficción -en esto último las series vuelven a ser muy parecidas al amor-.
Quizá yo carezca de ese entusiasmo prolongado, quizá peque de mecha corta, pero necesito ir saltando de pasión en pasión para no envejecer prematuramente, para no asentarme durante demasiado tiempo en un hogar, en un cuerpo, en una idea. Por el camino me surgen demasiadas objeciones que terminan por dinamitarlo todo desde dentro, caballito de Troya sentimental, aunque ese camino dure una noche o toda una vida.
Estas últimas semanas no han sido fáciles para un ser disperso como yo: trabajo en la sección de Cultura de este medio y la cuestión que más interesaba -que más interesa- a nuestros lectores era el dichoso Juego de Tronos, una serie que me cautiva al nivel de las diatribas sobre feminismo de Sergio del Molino. Para despejarme bajaba al bar a charlar con los compadres y cuando me quería dar cuenta les observaba el gesto lívido, angustiado, urgente: qué pasará en el siguiente capítulo, mascullaban, mira qué teoría te propongo, conspiraban, y se apresuraban a hilvanar una lista de nombres impronunciables y a fabular acerca de no sé qué trono de hierro -que ya me parece un disparate siendo yo una férrea republicana-.
Es una maldición: uno también acaba por aprehender las cosas que desprecia. La contaminación conversacional es inminente. Ya ni siquiera podemos elegir qué datos estúpidos alberga nuestra cabeza. Me siento una hereje frente a una religión mayoritaria, me veo una títere bajo la membrana de un márketing totalitario que acabará obligándome a opinar sobre Jon Snow -les juro que lloro de risa con el nombre- o a asistir a un concierto de Rosalía. Quiero recuperar a mis amigos. Quiero que ellos se desprendan, por fin, de sus almas gemelas imaginarias: miren que a los grandes amores de mi vida los conocí en un libro y me faltó calderilla para invitarles a copas, pero supe abandonarlos en una gasolinera antes de que la toxicidad o la rutina lo impregnasen todo. No sé. Quizá me dejaron ellos a mí tirada en algún epílogo.
Se trataba de avanzar. De conquistar vicios nuevos. De volver a caminar por el parque y acariciar a algún perro. De apagar la tele y morder sol; de dejarse caer en las terrazas con la primera falda del verano y acariciarse las rodillas. Leí por ahí que los seres humanos necesitamos la ficción porque la vida no nos sacia, pero, ¿qué clase de vida tienen quienes defienden eso? El mundo ya es lo bastante húmedo, lo bastante caliente, lo bastante complejo. Yo asumo la cultura como una explicación de la vida, no como una sustitución; y lo sé porque las épocas en las que me he enganchado a alguna serie como una perfecta demente eran épocas en las que no me interesaba mi propio relato. Tiempos en los que, como escribía César Vallejo, lo único que hacía era “componerme de días”, ser lóbrega, mamífera y peinarme. Y eso ya no me seduce más.
Reconozco también que una servidora es insultantemente terrenal y levanta los ojos elevando al cielo una ahogada súplica cuando sus semejantes -individuos pensantes, lógicos, ¡adultos!- se la pasan por las barras hablando de dragones. He de parar esta conspiración mundial o acabará por derrotarme a mí: vengo fantaseando con volverme anacoreta, como Santiago Lorenzo en Los asquerosos, y no tener que escuchar el nombre de Daenerys ni una sola vez más. Llévenme a una aldea sin Wifi en la primera cita.
Dice mi amigo Dani Mediavilla que Juego de Tronos te quita la esperanza, que es algo fundamental para que te importen los personajes y las historias: vio morir en la pantalla a tanta peña con la que se había encariñado que un día dijo “para qué más penurias”. Cuando escuché eso -yo, que ando falta de certidumbres- me alegré de no haber conectado en mi vida HBO y de ser una marginada generacional que recorre calles vacías, como en los sueños, mientras sus seres queridos insultan a guionistas. Pero una cosa sí es cierta: de haber tenido un animal mitológico a mano, lo primero que habría hecho hubiese sido presentarme con él en el barrio de Ortega Smith, para explicarle las decisiones que una mujer puede tomar además de cortarse las uñas.