Un jueves con sol quedé con F. y se presentó en la esquina de Quevedo con los cabellos más rizados que nunca, con los labios más gruesos -le pregunté que a qué tanto relieve, y me dijo que había crecido de desesperación mientras yo me retrasaba veinte minutos-: la suya siempre fue una boca predispuesta ya no para el beso, sino para el abrazo; un milagro redondo de la carne, una oficina perfecta para depositar errores o días perdidos. Supongo que hay hombres a los que una quiere escuchar y otros a los que quiere callar, y él era de los segundos.
En el fondo daba igual: su boca besaba siempre, hasta cuando hablaba, y lo comprobé porque sin querer besó en la calva al camarero al pedirle una cerveza, y me besó en los dedos cuando fui a acercarle el mechero, y yo miraba a mi alrededor buscando una mirada cómplice que también hubiese reparado en aquel fenómeno suyo, en aquel personaje semimágico sacado de Big Fish o de Rayuela, pero no la encontré.
F. era un niño talentoso de pueblo pequeño, una de esas bellezas lúgubres, desatendidas, que surgen de la nada algunas noches en los bares del centro para recordarnos que la vida siempre sigue. Lo había conocido hacía una semana en el Lucy y le eché el lazo con los ojos nada más verlo cruzar la puerta, rodeado de satélites en forma de mujeres que fingían ser sus amigas: ese para mí, le dije a José Andrés, y saqué a pasear a la artillería.
El día de la cita seguía estando tan guapo que pensé que ojalá le quisiera, pero en fin, con estas cosas nunca hay manera: al final, como escribía Carlos Barral, sólo somos libres para decidir lo que no importa. A la cuarta caña en un bar de viejos, cuando ya habíamos entendido que ese era el comienzo de una loca amistad, le conté que la vida me estaba empujando hacia un lugar muy incómodo: el compromiso. El sábado 25 se casaba -¡se casa!- mi hermana del alma Yasmina, una mujer irrepetible que hasta no hace tanto se estaba disfrazando de Caperucita Roja en un carnaval de Málaga para darle caramelos a los chavales con músculos en los brazos y falsificando el DNI para entrar en discotecas: sí, es cierto que tal vez hayan pasado ya diez años de aquellos hits.
Le dije a F. que veríamos el percal, porque también el resto de mis chicas iban a ir acompañadas de sus parejas al fiestón, y que el mundo se estaba convirtiendo un poco en The Lobster, de Yorgos Lanthimos, esa película en la que si no tienes novio te mandan a una residencia de marginados a encontrar uno allí para poder ser pieza lógica en la sociedad. El devenir de las cosas estaba haciendo de mí una hembra salvaje, una antisistema pizpireta, la clase de mujer de la que se esperan anécdotas inmorales en las mesas con manteles, la clase de disoluta que besa a sus amigas porque sabe que ellas son su hombre favorito.
Es estresante, le comenté, pero tampoco tengo previsto pasar por el aro; y él se ofreció muy amablemente a suplantar la identidad de un caballero que no existe y fingir ser mi novio para el evento. Me pareció una idea sensacional, una manera divertida de burlar al engranaje emocional que se cierne sobre mi generación, donde el estallido de los matrimonios no ha hecho más que comenzar.
Sería excitante poder ir acompañado a las bodas por alguien a quien no vayamos a hacerle daño nunca; alguien que jamás nos hará daño. Alguien que sepa la influencia que tuvo en mí Novia a la fuga, aquella americanada de Julia Roberts, y que si me ve apretándome los cordones por si hay que correr delante de algún marido, vaya más rápido que yo abriéndome las puertas. Alguien dispuesto siempre para el penúltimo baile y la penúltima copa. Alguien que crea severamente que la calidad de la vida de los seres humanos no se mide por el valor de sus romances, sino por el de sus amigos.
Igual tiene razón la escritora Lucía Baskaran y debemos empezar a generar un modelo de sociedad donde el núcleo familiar no se sustente en la pareja, sino en los buenos colegas. En los férreos aventureros que nunca van a escupirnos un reproche a la cara. Todavía, mientras escribo estas líneas, estoy a punto de comprarle un billete de AVE a F. En algún momento habrá que empezar a jugar en serio.