Ser un escritor con más amigos que lectores me permitió contemplar la Feria del Libro desde el purgatorio. No hice fila para lograr el sudoroso apretón de manos de un autor idolatrado, pero tampoco sometí mi muñeca a la tortura de escribir "abrazos" para un mar de desconocidos. Creo que este domingo pisé el lugar más privilegiado: dentro de la caseta, pero a la sombra. Camuflado. Tanto que me confundían con un librero encantador.
Ocurrió hasta en veinte ocasiones. Y eso que, a la décima, comencé a empuñar mi estilográfica como don Quijote llevaba su adarga. Ni por esas. Abrumado por el calor, pensé en desabrocharme otro botón de la camisa y, escotazo mediante, presentarme como el hijo secreto de Carlos Herrera, pero no me atreví. Ahí se jodió todo.
"Disculpe, ¿tiene algún libro sobre españoles en la Primera Guerra Mundial?". "Mientras lo averiguo -respondí-, eche un vistazo a mi libro, quizá le guste". Oigan, funcionó en un par de ocasiones.
Las enseñanzas aprendidas los domingos marcan más porque le pillan a uno desprevenido, acostado en lo selvático. Me cercioré de que no tengo cara de escritor, pero albergo un consuelo maravilloso: las nonagenarias me aman, me quieren en el mostrador. Aunque una, de armas tomar, casi me lanza mi Eusebius (lo enlazo a modo de spam, por si se animan a una limosna literaria) a la cara: "No tengo tiempo para esto".
Hablaba del purgatorio porque estar desocupado en la caseta permite mirar a los ojos del lector que busca ser correspondido: algunos salen a pillar, en plan seis de la mañana, desesperados, a lo que caiga; otras traen el título apuntado, rubios, de ojos claros, y de ahí no se bajan; también están los que no leen y acuden por encargo, esos que empujan y pisotean al paseante; pero a mí me cautivan las que eligen calzado cómodo, deambulan sin pretensiones y, de vez en cuando, recorren una sinopsis con el dedo índice. Al final, en un instante imposible de encerrar con un saco de palabras, toman la decisión de penetrar en el mundo desconocido que ha levantado un extraño/a.
Piénsenlo, no es baladí: generalmente, sólo leemos a los muertos y a nuestros amigos. Sabio itinerario, por cierto. Pero, ¿qué hay de ese mojar los pies en los desvelos de una tipa a la que nunca has mirado a los ojos?
Debería afilar el boli y ciscarme en mi ineficacia como inventor de autógrafos, pero ver la Feria desde el burladero ha inundado esto de sentimentalismo. Es inevitable. Frente a esas estadísticas demoledoras -no pienso buscarlas en Google- que confirman que en España no lee ni Peter, está ese cuadro mágico de El Retiro. No les engaño. Cientos de personas, quizá miles, paseaban y compraban. ¿Dónde narices se metieron el día que había que contestar la encuesta? Probablemente estuvieran leyendo.
Leer, salvo en determinadas burbujas, carece de sexapil -esto duele a los ojos, pero así lo recomienda la sacrosanta Academia-. Quizá, por eso, los compradores de libros que me topé mintieran en los interrogatorios telefónicos. Como el votante del PSOE en tiempos de los GAL, como el elector del PP en la era Bárcenas.
En mi defensa diré que la caseta de Renacimiento, la que me acogió, ofrecía como competencia a Elena Fortún o Manuel Chaves Nogales. Mis selectos compradores pecaron al esquivarlos y hacerse con mi ejemplar. ¡Valientes insensatos!
Pero fíjense en el poder de la literatura, que va mucho más allá de los relatos escondidos entre las páginas. Acercarse a los libros, merodearlos, es arrimar la vida a la anécdota, ofrecerse como personaje para una historia.
Les juro que esto es cierto: andaba de visita Alberto Lardiés, también periodista. Así, en plan friki, nos pusimos a hablar de Chaves. En concreto, de la última edición de La defensa de Madrid. Salieron otros títulos y nosotros, osados inconscientes, opinábamos con más admiración que criterio. De repente, nos interrumpió Christina Linares, de Renacimiento, amabilísima y afrancesada, como acostumbra: "Si vais a hablar de Chaves, preguntadle a su nieto".
¡Y ahí estaba Antony! Hijo del exilio. Con sus gafas de sol, su polo azul claro y su pulcro castellano estilo Michael Robinson. Lardiés y yo callamos. Antony rió. Igual que su abuelo, quiso observar sin interrumpir, callar sin afán de notoriedad. Tras las presentaciones de rigor, aportó jugosas anécdotas, como un encuentro reciente entre los descendientes de Chaves y los de su biografiado Belmonte. ¡Qué absoluta maravilla!
Hasta aquí. Y sin sudar. Firmé poco, pero a quienes vinieron procuré tratarles como las mujeres de mi vida y mis hermanos de sangre.