"¿A quién no enternece una mención al hijo pequeño acercándose a las rejas?", escribe Xavier Vidal-Folch en el diario El País a cuenta de los alegatos finales de los líderes del procés. A mí. A mí no me enternece. Ni siquiera me afloja. Mi indiferencia es absoluta.
Pero no es inquina personal. Tampoco me conmueven los hijos de Antonio Tejero. O los de Jaime Milans del Bosch. O los de tantos y tantos delincuentes que han cumplido penas de prisión en las cárceles españolas y que han afrontado sus responsabilidades criminales sin sacar a pasear el espantajo de sus hijos frente al juez.
Dice Theodore Dalrymple en su libro Sentimentalismo Tóxico que, de acuerdo a su experiencia como psiquiatra de criminales, nada delata tanto a un padre que se ha desentendido de sus hijos como el hecho de que lleve sus nombres tatuados en los brazos.
En el libro, Dalrymple –un seudónimo del británico Anthony Daniels– habla de la relación directa existente entre el aumento de la violencia adolescente en el Reino Unido y esa ola de sentimentalismo que ha traspasado la frontera de lo íntimo para acabar convirtiéndose en el motor de unas políticas públicas que ya no pretenden solucionar problemas concretos sino masajearle el alma al ciudadano.
(Que el hombre sólo es libre dentro del rigor es una de esas lecciones vitales que se aprende tarde, cuando tu hijo ya es un soberbio imbécil –o un imbécil soberbio, que no es lo mismo– y poco puede hacerse para remediarlo. Pero ese es otro tema).
"No renunciaré nunca a ser feliz" dijo el miércoles un Jordi Cuixart para el que piden diecisiete años de prisión como líder de un golpe de Estado contra la democracia, pero que reaccionó como la que es abandonada por el novio y le suelta la frase al tendero mientras le paga el Häagen-Dazs de Chocolate Frappé con el que pretende superar el mal trago. Hay que estar hecho de una pasta especial para largar ese lema de taza de Mr. Wonderful frente a un Manuel Marchena al que no le ha sobrado un solo adjetivo a lo largo de los cuatro meses de juicio.
Cobardía, banalidad y sentimentalismo: esas han sido tres de las cuatro patas del procés. La cuarta es la maldad. Porque ningún adulto alfabetizado puede creer que la cobardía, la banalidad y el sentimentalismo hayan bastado, por sí solos, para infectar de fanatismo, xenofobia e incultura, es decir de nacionalismo, a dos millones de españoles y a unos cuantos cientos de miles más que dicen no estar enfermos pero que muestran síntomas desde hace décadas.
Hace falta, en fin, una clase especial de maldad para insistir en tus propias mentiras cuando tienes ya los dos pies en la cárcel y ningún incentivo para insistir en la pantomima más allá del de seguir haciendo daño a las víctimas que has dejado fuera.
El miércoles, doce presuntos delincuentes se sentaron frente al micrófono y le enseñaron sus tatuajes a unos jueces que, acostumbrados a la usual nobleza de los macarras callejeros, debieron de contar varias veces hasta diez ante la escurridiza verborrea jesuita que les estaba cayendo encima. "Mire usted, si hasta lo pone aquí, en mi bíceps: Democracia. Y mire aquí, en mi hombro: Pacifismo. Y mire aquí, en mi cuello: Cataluña". ¿Cómo voy a ser yo un golpista? ¡Pero si hasta tengo hijos, señoría! ¡Yo sólo quiero ser feliz!".
Para el nacionalismo catalán, este será el tercer golpe de Estado en noventa años. Todos ellos ejecutados contra la democracia. Los dos primeros contribuyeron de forma obvia al estallido de la Guerra Civil. El tercero apenas acaba de empezar y muchos inocentes que desconocen la historia de mi región dicen desear, entre ventolinazo y ventolinazo de empatía con los xenófobos, una sentencia leve que aplaque los ánimos de quienes no se sentirán jamás aplacados.
Lo de "lo volveremos a hacer" lo han pasado convenientemente por alto. A la próxima quizá se encuentren con esos muertos tan deseados –siempre en privado– por el separatismo. Y dentro de noventa años, en 2110, algún diputado de ERC alabará en el Congreso de los Diputados la figura de Oriol Junqueras mientras anuncia, solemne, que en dieciocho meses dejará de cobrar de los Presupuestos Generales del Estado. Y los diputados progresistas aplaudirán.
Los tienen bien agarrados por las bondades.