He vuelto a Barcelona muchos años después, con el libro de Federico en el morral. He ido perdiéndome por los desmontes del Pijoaparte, subiendo a los palacetes del Guinardó y bajando a las tascas últimas del puerto. Ni Barcelona ni yo somos los mismos, y pienso eso en un baño nocturno en la Barceloneta para volver a ser aquel adolescente feliz que descubrió el Mediterráneo y fue hasta del Barça. Entonces los pijos, la guapa gente de Pedralbes, no se había vuelto racista, supremacista ni violenta. Y yo quería ser Stoichkov.
Escribo al sol, con una cerveza, mientras el Lorenzo va y centellea en el Majestic, donde ya el Estado se bajó los pantalones con fotos a ese proyecto histórico que era Pujol rey y que sus hijos no pasaran hambre. Huele a calle Serrano de Madrid y algo no me cuadra.
Esta Barcelona que redescubro es la que quise fotografiar desde que le dije a Sostres que me acogiera cuando fuera mediando junio. Y Sostres me acogió y me reconcilió con el placer de la gastronomía de un canelón divino y un chocolate del que no tenemos en Argüelles. En las calles no se ven ni tantos lazos ni tantas esteladas, acaso porque un juicio con Marchena y con Zaragoza descoloca y desmonta moralmente a los CDR, que juegan al fútbol nocturno en la explanada de la Barceloneta y les asoma un esbozo de barba: bendita adolescencia.
Taxistas y gentes de la calle confiesan que efectivamente el tiempo, el calor, ha ido desmontando la gallofa indepe. En la habitación de los padres que da a la calle, cuelga el honrado matrimonio la senyera: el niño gamberro, la estelada; pero las dos tienen ya ese color y esa textura de braga sucia de los tejidos muy usados, muy rozados, y a punto de quebrarse. Esas banderas de antaño ya han quedado desvencijadas por el viento con salitre de la Historia y por las cagadas de gaviota, que nos indican que el Cielo no quiere ese martirio cobarde de Junqueras, el interlocutor de Soraya.
Después, tira de mí esa cosa del Pijoaparte por la que uno ha idealizado Barcelona desde el secarral de Madrid: la Barcelona canallita. Juan Sánchez Parra me indica que hay un templo de Bambino en el carrer de Sant Carles, y allí que voy con el editor Pepet Montfort a cantar Culpable y a celebrar que llevo el 155 tatuado en el alma.
Volví a Barcelona, una ciudad en la que fui feliz, villa portuaria que aún resiste a la infamia por nosotros, los mestizos, los silenciados.