No hemos conocido ayer a Pedro Sánchez. Lo conocimos en 2016, cuando se declaraba rotundamente contrario a alcanzar el poder con el apoyo de los separatistas. Esa actitud, sumada a las calabazas que Rajoy le dio al Rey, más la subsiguiente designación del líder socialista como candidato a presidente de gobierno, merecían el esfuerzo de sentarnos a negociar. Y eso hicimos. El desenlace de aquella peripecia es conocido.
Después de las siguientes elecciones, Sánchez renunció a su escaño porque no podía tolerar la idea de abstenerse en la investidura de un candidato constitucionalista que tenía más escaños de los que él tiene ahora. Salió de mala manera de la Secretaría General del PSOE para regresar a ella aupado por la militancia socialista.
A media legislatura, impulsó la única moción de censura directamente exitosa de nuestra Democracia. No abundaré, pues dediqué el anterior artículo a este mismo asunto, en el modo en que compaginó la declarada intención de convocar elecciones “cuanto antes” con la ocupación inmediata de todos los resortes del poder, incluyendo empresas públicas, a través de personas de su confianza.
Y fue entonces cuando conocimos al verdadero Pedro Sánchez, el político marcado por un temible espíritu revanchista, el presidente que no desaprovechó una sola semana, en nueve meses de gobierno, para otorgar concesiones a los separatistas. Es habitual en sus medios afines -que son muchos- insistir en la ausencia efectiva de tales concesiones. Pero algunos no olvidamos su reunión de Pedralbes con el racista Torra, aquel ceremonial bilateral, su disposición a negociar veintiún puntos que incluían la deslegitimación de la Monarquía parlamentaria y la criminalización de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, entre otras lindezas.
Tampoco olvidamos cómo quiso crear una mesa paralela a los Parlamentos nacional y autonómico donde sólo estuvieran representados los separatistas y los socialistas del ibuprofeno, es decir, del apaciguamiento, es decir, de la rendición preventiva. Ni se nos borra cómo su Gobierno negó una y otra vez el palmario adoctrinamiento en las aulas, o cómo bendijo la inmersión lingüística (una rareza mundial en materia de discriminación), o cómo se negó a responder, pese a nuestros numerosos intentos, sobre su disposición a indultar a los golpistas en caso de que fueran condenados.
Con todo, no son esas concesiones, tomadas una por una, lo fundamental. La gran concesión, la claudicación esencial de Sánchez, ha sido su rendición al imaginario, esquemas, lenguaje y conveniencia de los separatistas. Es algo cultural. Atañe a las raíces del foco antiespañol y antidemocrático. Unas raíces que él y su partido han reforzado presentando nuestras concentraciones en diversos lugares de la geografía nacional como “provocaciones”. Su portavoz en el Senado nos llamaba “perros” y su portavoz en el Congreso “fascistas”.
Así que, antes de las últimas elecciones generales, ya conocíamos perfectamente a Sánchez. Por eso pudimos decidir por unanimidad en la Ejecutiva de Ciudadanos que no íbamos a contribuir en ningún caso a la investidura de alguien tan decepcionante para el constitucionalismo. Con plena transparencia y responsabilidad, hicimos pública nuestra decisión antes y durante la campaña electoral. Se trata de un serio compromiso, profundamente meditado, que adquirimos ante los 4.200.000 españoles que escogieron nuestra papeleta.
Estamos convencidos de que Sánchez tiene decididas sus alianzas desde la misma noche electoral, si no antes. También somos conscientes de que la negociación con sus afines (los populistas de extrema izquierda, los separatistas catalanes, los nacionalistas vascos de raíz pre ilustrada, y aun los bilduetarras) debe combinarse, en un hombre como Sánchez, con una intensa presión sobre nosotros. Esta le permite -cree él- debilitarnos, a la vez que nos utiliza como espantajos en sus regateos con Podemos.
En este contexto, algunos estimados compañeros han propuesto en la Ejecutiva de Ciudadanos una rectificación estratégica que nos acerque al PSOE y que conduzca, eventualmente, a la investidura de Sánchez. Es legítimo plantearlo, están en su derecho. Su propuesta ha perdido por veinticinco votos a cuatro. Nuestra estrategia acaba de quedar ratificada por las mismas razones que nos llevaron a fijarla en su día.
Fuera del partido, un coro abrumador cree conocer mejor que nosotros la “razón de ser” de nuestra organización. Para ese coro, deberíamos ser un partido bisagra al servicio de los dos partidos de turno. Quien desee tal adminículo, puede ponerse manos a la obra. Ciudadanos no lo es. La razón resulta sencilla: nuestra convicción de que sólo alcanzando la Presidencia del gobierno podremos proceder a las profundas reformas estructurales, de regeneración y modernización que precisa España, rompiendo el hechizo paralizante de los descreídos y adentrándonos con paso firme en la próxima revolución industrial mientras garantizamos las libertades, el Estado del bienestar y la unidad nacional.