Los medios de comunicación subrayan estos días dos tragedias mexicanas en sus portadas: la de Óscar y su hija Valeria, ahogados en la frontera al intentar cruzar a nado el Río Bravo, y la de un supuesto implicado en la desaparición de los 43 estudiantes en Iguala, a quien la Policía al parecer interroga utilizando la tortura.
La imagen del salvadoreño y de la niña de 2 años, abrazados bocabajo sobre la orilla del río que separa Estados Unidos de México, ilustra el tamaño del drama que sufren miles de centroamericanos, y también las dimensiones de su desesperación. Ambos resultan tan enormes que la propia conciencia de ellos debería resultar suficiente para al menos alterar las premisas migratorias del mundo desarrollado.
El país que un día fue el gran icono de las libertades del mundo, antes de que se convirtiera en otro muy distinto, haría bien en reevaluar su política de inmigración, cada vez más dura y menos solidaria desde la llegada de la Administración de Donald Trump. México, que acaba de firmar un tratado con sus vecinos del norte sobre esta materia, también debería estudiar las lagunas de la suya.
Sin embargo, la tragedia de Óscar y Valeria pronto pasará a ser una más de las desgracias que podrían atormentar al mundo primero para después transformarlo, pero que por una u otra causa no llegaron a hacerlo. Además, puede que no sea la última: el anhelo de los migrantes por pisar suelo estadounidense, unido a la miseria que conlleva no hacerlo, en ocasiones les nubla la razón a muchos de ellos, obligándoles a tomar decisiones por las que solo apostaría alguien que no tiene absolutamente nada que perder.
La muerte de Valeria retrotrae a la de Aylan Kurdi, el niño sirio de 3 años que también se ahogó en 2015. Nada realmente sustancial ha cambiado desde aquella imagen en la playa turca de Ali Hoca Burnu, donde fallecieron también la hermana y la madre de Aylan, a pesar de las voluntades que numerosos políticos manifestaron aquel septiembre; tampoco hay señales de que se vayan a producir cambios profundos próximamente.
El caso de las torturas a un hombre sospechoso de estar implicado en la desaparición de los estudiantes del Estado de Guerrero en 2014 invita a recordar escenas similares que aparecen en Narcos. No: no era sobreactuación lo que aparecía en la serie. El vídeo del interrogatorio lo deja claro: las imágenes del metraje de Netflix no pertenecían, desafortunadamente, al mundo de la ficción.
La Comisión Nacional de Derechos Humanos ya está investigando este caso que atenta no solo contra la dignidad del sospechoso, también contra los derechos humanos de todos los ciudadanos. Aunque sería necesario esclarecer lo que le sucedió a los estudiantes de Ayotzinapa hace casi cinco años, resulta gravísimo que la Policía utilice semejante metodología en sus investigaciones.
México surge estos días con dos tragedias, ambas por resolver, que comprometen la fortaleza del país. Una de ellas, la de Valeria, debería provocar, adicionalmente, una reflexión que genere cambios del todo necesarios sobre política de inmigración en el mundo.