Habré hablado tres o cuatro veces con Santiago Abascal. Una de esas ocasiones fue una larga entrevista que acabó con un chuletón de buey de los que más que comerse, se escalan. Me pareció alguien vehemente en sus ideas más sensatas, moderadamente realista en las no tan razonables y escéptico, incluso cínico, respecto a las irracionales. No diré cuáles son estas últimas, pero sí que Abascal parecía muy consciente de qué propuestas de Vox encajaban en cada una de esas tres categorías.
Abascal no me pareció un extremista ni un nostálgico del franquismo, como dibuja la caricatura. Su moral no es la mía, pero porque yo soy ateo de todas las religiones y él también, excepto de una: la suya. Siempre me ha parecido un tipo más americano que español, intuyo que muy a su pesar. Le pega más ser un excomandante de los Navy Seal retirado y metido en política, como el republicano tejano Dan Crenshaw, que un Alejandro Farnesio del siglo XXI. Abascal parece uno de esos tipos que no hacen sonar la campana tres veces aunque suden sangre por los poros.
Si algún día el PSOE necesita los votos de su partido, Abascal será el líder de Vox que menos capas de pintura necesite para resultarle digerible al electorado socialista: vasco, amenazado por ETA, con pareja influencer e instagramer, duro pero noble, con buena imagen y un discurso articulado. ¡Si han blanqueado a Arnaldo Otegi y Oriol Junqueras, cómo no van a aceptar a Santiago Abascal! Dirán que su aterrizaje en las instituciones ha suavizado las formas y moderado su discurso y aquí paz y después gloria.
Y luego está su partido. Los Iván Espinosa de los Monteros, Rocío Monasterio, Javier Ortega Smith y quien sea que lleve su cuenta de Twitter. Una cosa a medio camino del Tea Party y el lenguaje en redes sociales de Donald Trump, pero sin Donald Trump. Un partido más Nigel Farage que Aleksandr Duguin o Viktor Orbán. Por no mencionar el recurso populista del leñazo al periodista para fingir inclemencia con los enemigos, como regurgitando los tropezones mal digeridos de los discursos de Arnold Schwarzenegger en el Conan de John Milius.
Con la superioridad moral de la izquierda y sus campañas de demolición de la lógica política más elemental hemos de lidiar todos. También hemos de lidiar todos con esa carencia de humanidad que lleva a esa misma izquierda a entrevistar a Arnaldo Otegi en televisión mientras le dice a Ortega Lara, poco más o menos, que calle la boca y se vuelva a meter en el zulo. Pero hay algo peor que ser caricaturizado por tu peor enemigo y es esforzarte conscientemente por encajar en esa caricatura. Los troles, mejor en Twitter. Y en el caso de un partido con diputados en el Congreso, ni siquiera ahí.
No veo en Vox casi ninguno de los rasgos que vi en Santiago Abascal cuando le entrevisté en Madrid hace aproximadamente un año. Desconozco si la táctica es consciente, si el partido ha crecido demasiado rápido y no ha tenido tiempo de hacer limpieza o si algunos dirigentes del partido andan haciendo la guerra por su cuenta.
Pero Vox transmite ahora mismo la sensación de ser un partido emocional y cabreado, hipersensible frente a las formas de otros e indiferente respecto a las propias, secuestrado por las obsesiones personales de algunos de sus cargos más visibles, ofuscado con batallas culturales ampliamente superadas por la sociedad española y ambicioso por encima de su peso electoral. Es un partido demasiado joven para andar ya tan quemado con el juego de aprecios y desprecios de la política. Que Pedro Sánchez estuviera tan interesado en que Santiago Abascal participara en los debates electorales debería hacerles reflexionar sobre un par de cosas o tres.
Entiendo los motivos por los que nació Vox. Sobre todo los fiscales y los territoriales. Entiendo su aversión por las políticas tributarias socialdemócratas del PP y por la pasividad de Mariano Rajoy frente a los nacionalismos catalán y vasco. Pero lo de ahora no es un partido liberal, constitucionalista y católico –digamos un Ciudadanos conservador en lo moral, alguien al que podrían votar G.K. Chesterton, Roger Scruton, Jean François-Revel o mi admirado Enrique García-Máiquez– sino una orden de templarios en perpetua búsqueda de herejes a los que tronchar. En la derecha sobra un partido y Vox debería plantearse seriamente cuántos Francisco Serrano hay, realmente, en España, porque en el PP se están frotando las manos.