No hace falta leer entre líneas para llegar a la conclusión de que cuando Pedro Sánchez dice "necesito un vicepresidente que defienda la democracia y que diga que el Poder Judicial es independiente del Poder Ejecutivo" está diciendo en realidad que Pablo Iglesias es un antidemócrata que no cree en la separación de poderes. Es decir alguien peor incluso que Santiago Abascal, que será todo lo extrema derecha que el PSOE quiera, pero al que de momento nadie ha acusado todavía de estar en contra de la democracia.
Sánchez dejó la cabeza de caballo en La Sexta y la pregunta, ahora que el líder del PSOE le ha puesto la proa a Iglesias, no es si habrá investidura el próximo día 23 sino cuánto tiempo de vida le queda a Podemos, la haya o no la haya.
Si algo no ha entendido jamás Pablo Iglesias es que la existencia de su partido es un subproducto de los intereses de los dos principales partidos españoles. Del PP, como partido-amenaza capaz de movilizar el voto de la derecha y el centro-derecha alrededor de Mariano Rajoy. Del PSOE, como partido-muleta en el que apoyarse para la aprobación de leyes sociales, pero jamás como un igual con el que compartir la gobernación del Estado profundo y las grandes cuestiones de país.
¿O se creía Iglesias que su omnipresencia en La Sexta se debía al arrebatador atractivo de unas propuestas políticas que ya sonaban fuera de la realidad en Mayo del 68?
Podemos no tiene lugar en el panorama político español más allá de esas dos funciones predeterminadas y Pablo Iglesias, que para algo tiene un doctorado y dos másteres y un premio extraordinario de licenciatura, sólo tendría que echarle un vistazo a Ciudadanos para comprender lo que sucede con aquellos partidos que pretenden escapar del papel reservado para ellos por el bipartidismo. No es una simple cuestión de lucha por los votos de un espacio demoscópico determinado. Es una cuestión de roles.
Es obvio que Pablo Iglesias, un político que ha dado vuelo en las redes sociales a ese bulo del diario Público que sugiere extrañas complicidades entre el CNI y los terroristas de Barcelona y Cambrils, no puede ocupar, no ya la vicepresidencia de un país europeo, sino una subsecretaria de gestión de residuos en Afganistán.
Pero es obvio también que los puntos de vista de Iglesias, ciertamente sicalípticos, sobre cómo gestionar la economía y la sociedad y los derechos civiles no son los más extremos en un partido por el que pululan gentes como Ada Colau, Pablo Echenique, Juan Carlos Monedero, Irene Montero, Ione Belarra o Gerardo Pisarello. Es decir, en un partido en el que los hay incluso peores.
El asunto es otro y ayer Pedro Sánchez lo evidenció con meridiana claridad: el PSOE da por amortizado a Podemos. El plan pasa por sustituir a Pablo Iglesias por Íñigo Errejón en el imaginario de la extrema izquierda y, una vez, reducido el voto podemita a su mínima expresión, acometer el asalto final al espacio a la izquierda del PSOE. Nos vamos a hartar de ver la cara de Errejón durante las próximas semanas en las mismas televisiones y los mismos diarios que antes se peleaban por entrevistar a Iglesias. Al tiempo.
Si, además, las nuevas elecciones coinciden con la sentencia del procés y con un gobierno de la Generalidad echado al monte, la jugada para Pedro Sánchez será de penalti y expulsión. De un plumazo se quitará de encima a Podemos, que pagará su posicionamiento junto a la extrema derecha nacionalista catalana, y a Cs, que a ver con qué argumentos se niega a apoyar al PSOE en la crisis de Estado que se avecina y con un posible 155 en el alero.
La tesis de Sánchez podrá ser fake, pero a político no le gana Iglesias en mil vidas que tuviera.