No acabo de entender el hecho de que multitud de humanos coloquen su jeto en una aplicación para que les indique cómo será de aquí a treinta años. Nos pasamos la vida probando cremas que prometen la eterna juventud, operándonos, arreándonos pinchazos de bótox, ácido hialurónico y demás líquidos milagrosos, para luego preguntarle a una pantalla cómo seremos de ancianos. Y no quieres ser anciano, pero tienes curiosidad por saber a qué te parecerás, si llegas. Todo raro.
La pobre aplicación no tiene ni puñetera idea de cuál será tu evolución. No hay más que imaginar que Michael Jackson o Cher hubieran hecho uso de ella hace cuarenta años. Nos reiríamos mucho de saber el resultado. Vale, que no deja de ser un juego, un algo viral del que nos gusta ser parte, porque si no somos parte de algo viral no somos parte del mundo y eso es algo terrorífico. Cómo no voy a seguir al resto del rebaño, por el amor de Dios, ¿estamos locos?
Reconozco que yo soy parte del rebaño, me encantan las redes sociales, me apasiona investigarlas y formar parte de ese universo interminable, descubrir personas, estudiar cómo nos comportamos ante ese teatro virtual. Pero no he caído con lo de FaceApp, porque a mí me da entre pánico y repelús visualizar mi piel surcada por arrugas; mi pelo, canoso perdido, con lo que me gasto en tinte. Soy de ese extenso grupo de personas para las que lo de hacerse mayor les resulta incomprensible e innecesario, aunque la alternativa, obviamente, es mucho menos apetecible. El miedo ante lo inevitable es lo que me ha impedido seguir la moda, así de superficial es mi motivación.
Luego tenemos el asunto de la inseguridad, porque la aplicación es rusa y eso siempre es sospechoso. No les podemos aplicar la legislación comunitaria sobre protección de datos y ahí estamos perdidos. No hay más que ver pelis americanas para saber que los rusos son malos, que están agazapados, recopilando datos y rostros y números y cosas para, en el momento menos pensado, usarlos en nuestra contra. ¿Cómo? No sé, pero mal, fatal. Espionaje, bombas, gente infiltrada por todas partes. Lo de que Google, Facebook, Youtube y demás herramientas tecnológicas sepan lo que comemos, dónde vamos, en qué nos gastamos los dineros y a quién le mandamos mensajes guarros es lo de menos. Esos no son rusos, así que son buenos.
Sinceramente, en los tiempos que corren, me parece que ese es el menor de nuestros problemas con las pantallitas. Ya no son solo las adicciones, sobre todo las infantiles, las que deberían provocar preocupación, sino ese cúmulo creciente de relaciones ficticias que se crean a través de unas imágenes que no son reales, porque lo sesgado nunca lo es. Nos enamoramos de vidas ajenas, de cuerpos ajenos, de risas ajenas. Seguimos a personas que, cinco minutos antes de mostrar sus fotos ideales, pueden estar llorando, como hacemos todos en algún momento. Quizás huelen mal, se llevan fatal con esa pareja junto a la que aparecen sonrientes o les gritan a sus hijos sin parar. La foto es preciosa, tiene una luz divina y parecen taaaan relajados.
En verano llegamos al colmo de la perfección, porque todos estamos de vacaciones y, por narices, las vacaciones son el mejor momento del año. Da igual si no soportamos el calor, creemos que la playa está sobrevalorada, discutimos constantemente con la familia o los mosquitos nos están devorando. El verano es la hostia y más en las redes sociales. Nos parece que lo conocemos todo y cada vez conocemos menos, del verano, de los demás y, lo peor, de nosotros mismos. Nos perdemos en esa maraña del aparentar, en el cotilleo de lo ajeno para compararlo con lo propio, en el creer que un conjunto de píxeles es la realidad. No sabemos nada.