La vida está pasando y es muy raro. Hoy -en la semana en la que casi me avergüenzo de ser de izquierdas- me ha comentado mi hermana pequeña que se ha gastado el dinero de su cumpleaños en una guitarra y que ya lleva dos clases. Yo le he dicho que vaya por Dios, que nosotras tenemos los dedos tan pequeños y rechonchos que ríete tú para llegar a las notas altas. Entonces le he contado que, en el verano de mis dieciocho, justo antes de venirme a Madrid, pecosa y salvaje como no he vuelto a ser -y más preocupada siempre por la historia que por la vida- me fijé allá en el pueblecito donde veraneaba en un Lenny Kravitz mediterráneo.
Estudiaba Arquitectura. El tipo era un inadaptado, y con eso bastaba como arranque literario. Un bicho raro de pelo rizado y labio grueso, culto y hermético hasta decir "basta", con dificultades para el afecto pero con un gusto exquisito para el arte. Todo esto en un marco de suizos blanquísimos y espetos dorados, de olor a salitre y terrazas triviales, de chavales con moto cercando las plazas y hablando de alucinógenos o del polvo de no sé quién. Algo había que hacer, eso estaba claro, él tenía que encontrarme entre la espesa papilla del folclore estival y llevarme un poco más lejos, hacia algún autor sofisticado o alguna obra impronunciable, yo que sé, hacia un arañazo más sabio en la piel o algún tipo nuevo de beso.
Yo estaba aburrida, y, como diría la fabulosa Aixa de la Cruz, nunca soy más peligrosa que cuando me aburro. Sólo se me ocurrió escribirle a Lenny diciéndole que quería aprender a tocar, que sabía que él estaba en un grupo y que quizá le interesaría dar clases de verano. Aceptó sin muchas contemplaciones, y el relato cogió fuerza: mi madre quiso ocultarle a mi padre lo de la guitarra -porque ya intuía la Santa que yo era alumna desaplicada pero mujercita veloz-, y yo escondía el instrumento debajo de la cama, como quien esconde a un novio primerizo, pero, a veces, si me tiraba de golpe en el colchón, escuchaba las cuerdas rozar con el somier y casi temblaba de excitación. Qué hermoso que hubiese una época donde las cosas prohibidas eran las más tontas: nunca daremos las gracias lo bastante por aquel morbo viejo.
Celebrábamos -porque aquellas tardes eran una fiesta- las clases en secreto en la terraza de mi Tata -mi mejor amiga adulta y mi heroína de la infancia-, y no tardamos en descubrir que yo era un ser con buenas intenciones pero torpe, sin oído ninguno y con los dedos desajustados, antierótica de pura inutilidad, pero le hizo gracia y nos hicimos amigos. Más o menos amigos, porque yo intentaba siempre ser más diamante que bruta y eso era cansado, y a él también debía agotarle lo de ser sublime sin interrupción, como escribía Baudelaire. Recuerdo un día en el que me propuso coger las bicis -es que el tío también era atleta, coño- y pedalear raudos hasta la puesta de sol. Yo andaba en plena agonía menstrual pero allí que me encaramé al sillín, porque las buenas tramas requieren sacrificio y eso una lo sabe.
Él leía a Murakami como un descosido y a menudo me encontraba en algún personaje de sus libros; aprobó un título de inglés ese verano, me llevó al Jamming a celebrarlo con sus amigos y me colocaba el pelo detrás de la oreja en las despedidas tensas en el portal. Al final, nos bañamos en el mar de madrugada y nos besamos muy salado en mi tiempo de descuento.
La vida está pasando y es muy raro. Yo sólo aprendí a tocar El muelle de San Blas y Estrella polar, pero más contenta que cuatro. Ya no sé si soy esa niña. Me miro los dedos y son más esbeltos. Me he vuelto más hábil, pero terriblemente más cobarde. ¿Volveré a ser una mujer murakamiense, lo fui alguna vez? Todos los días me digo que debo sentarme a escribir el libro que le prometí y nunca lo hago. Hoy, en este Madrid soporífero y devastado por la nadería, he encontrado una excusa para honrar los veranos de antes, cuando la vida aún salía a recibirnos y todo parecía posible. No estuvo mal, ahora sonrío: Lenny invirtió todo el dinero que le pagué por las clases en invitarme a cenar mil veces para seguir hablando. Hablar, hablar de todo. Sin descanso. Supongo que es ahí donde empiezan las novelas.
(Por suerte, el profesor de guitarra de mi hermana es un señor calvo de cincuenta años).