No me gustaría descubrir los pequeños delitos viales que cometo escondido encima de la moto por las madrugadas solitarias, cuando ni la policía transita las avenidas de Madrid. Hay una hora en la que me veo como el único conductor de la ciudad, muy pocos minutos después de las cuatro, un Robinson Crusoe motorizado que traza las curvas sacando la rodilla igual que Crivillé, avanzando por las manzanas vacías, dejando atrás las fantasmales sillas encadenadas de las terrazas, apurando los semáforos que me retan a detenerme sin ningún conductor alrededor. El duelo siempre lo gano, tengo mis trucos para evitar las cámaras de seguridad, al final paso por debajo del arco verde convencido de ganar al sistema cada noche, disparo primero en este western sin whisky ni tabaco de mascar.
Correr por las noches del verano transforma la moto en un gran ventilador que cambia la brisa por el viento y el calor por el fresco. A lo lejos se ven las luces azules de los furgones policiales aparcados frente a la embajada norteamericana. La camisa se infla por la velocidad y en la cara, bajo el casco, circula algo parecido a las agradables corrientes del cine de verano de la Fuenseca. Córdoba está diseñada por los que inventaron el infierno como antídoto al calor mortífero que produce agosto: las paredes blancas, que arden por fuera, dentro de los patios de proyecciones parecen colchones helados sobre los que apetece tumbarse hasta que llegue el primer frío.
Decía que no me gustaría desvelar mi reinterpretación nocturna del código de circulación, pero para darle importancia al semáforo de la rotonda de los delfines hay que contar antes que me los salto todos excepto ese. El paso de cebra de la abandonada sala de fiesta Commodore, Madrid siempre tiene otro Madrid dentro, desliza a los chavales lejos de los rótulos de las discotecas. Tiene pegada la adolescencia en la pintura blanca. Los grupos que fuman en las puertas se disuelven por parejas, y me detengo sólo para observarlas cruzar la calle. Se notan las primeras conversaciones, las excusas para alcanzar la esquina sin gente, desaparecer por los setos a la orilla de Serrano. Llevan colgadas las promesas lanzadas en la penumbra.
Los miro como si mirara mis años de la inercia, sintonizados con esos paseos. Los veranos todavía tenían tres meses. Salíamos de los exámenes como si abrieran una celda, la sensación de libertad era real. Nos peinábamos pensando en sacar a alguna chica del barullo de Cibeles, nuestra discoteca de verano en Córdoba, dándole la espalda después de charlar un rato, dejando la mano un poco floja cerca de ella como un anzuelo flotando en las tinieblas. El roce confirmaba el éxito, y atravesar la multitud cogido de su mano era celebrar la Décima cada noche. Julito Aparicio en el 94.
Aunque otras veces resultaba más difícil: vomitar a los pies de la guapa de la facultad no fue la mejor estrategia. Todos hemos tenido nuestra guapa. “Tenemos que hablar”, le dije antes de tirarle la copa. Me rechazó, apoyados en un contador de la luz. Sus argumentos sonaban tan serios que fue mejor que irnos de la mano: había estado realmente cerca. Normalmente soy el único vehículo parado ante las horas espléndidas de las parejas nocturnas perdidas en esa rotonda. A veces me miran, ríen con la carilla de borrachos que hemos tenido todos alguna vez a la misma edad, creyéndonos invencibles. '¿Quién nos va a sacar de aquí?', pensábamos. Es el mejor semáforo del mundo.