En Agra conviven la belleza del Taj Majal, quizá insuperable, y la de las cuidadoras del centro de la Madre Teresa. Aunque si la belleza está en el interior, como explican los cuentos que le contamos a los niños, sin duda los arquitectos del mausoleo se quedaron cortos al comparar su aportación al mundo con respecto al de las cuidadoras.
Decenas de niños abandonados, muchos enfermos, sobreviven por la dedicación de estas mujeres incansables. Varios de ellos, con ocho o diez años y las extremidades deformadas, reptan cuando intentan trasladarse por la sala general; otros, con sus capacidades intelectuales seriamente perjudicadas, son incapaces de comer por sí solos, y las cuidadoras hacen esfuerzos hercúleos para alimentarlos. En este país de extremos, cuando se cruzan miseria y enfermedad se amplían todos los límites, también los del infortunio, y solo por la entrega de algunas personas hermosas se convierten en manejables.
Una vaca dormita en medio de la calzada junto a tres perros vagabundos. Un grupo de cerdos cruza la calle, mientras unos monos los miran desde un tejado. Un hombre pedalea en su bicicleta, que tira de una plataforma con numerosos cables de cobre doblados en una u imposible. Le adelanta un tipo que conduce una Royal Enfield, con casco y camisa limpia a cuadros, que parece satisfecho. Es posible encontrar la India de los contrastes en solo unos segundos en plena calle.
Decenas de rickshaws, coches, triciclos a motor, camiones con gente sobre -no dentro de- ellos, motos con familias enteras a bordo y bicicletas que en Europa estarían en desuso se cruzan en direcciones opuestas en una calle sin medianera física que tampoco se divide por la mitad para facilitar la conducción; que no se divide, en realidad, nunca, porque cada uno va por donde le parece. El caos se adueña del tráfico de la ciudad reflejando el desconcierto general que brinda este país, pero por razones que se escapan a la lógica, al menos ahora no hay accidentes, ni tampoco sorpresas de otro tipo.
Resulta difícil, para un occidental, encontrarle sentido, incluso uno lejano, a las vidas de los indios que se cruzan en su camino. Pero, en realidad, resulta que la mayoría no busca sentido, ni ese ni ningún otro, sino simplemente pretende sobrevivir al día. Tan solo eso. Mañana habrá que hacer lo mismo, pero eso será mañana. Y, para un indio sin recursos que tiene ante sí el resto del día, mañana está aún muy lejos.
En Delhi no es muy distinto. No está allí el Taj Mahal, pero sí su versión capitalina, la Tumba de Hamayu; el tráfico no es mucho más seguro que en Agra, y la locura del Viejo Delhi continúa sin parangón en el planeta.
¿Cómo habrá podido crearse semejante lugar, con los cables apiñados sobrevolando las calles, con los comercios minúsculos compitiendo por unas cuantas rupias, con jóvenes y adultos conviviendo en medio de semejante inexplicable lugar, atrapados todos por un destino fronterizo con la indigencia? Quizá solo Brahma, el primer ser viviente creado y dios del universo para el hinduismo, lo sepa.
Raquel, antes de que saliera de Madrid, me recordó con una sonrisa el dicho que manejan en la agencia de viajes para la que trabaja, y que acaba siendo cierto en la mayoría de los casos: “India mata, o arrebata”.