En su célebre Diccionario de prejuicios (de “ideas recibidas”, literalmente), Gustave Flaubert arremete contra la estupidez recopilando “todo lo que hay que decir en sociedad para ser un hombre decente y amable”. Entre las primeras entradas hallamos este lugar común sobre los abogados: “Demasiados abogados en el Parlamento”. No se refiere a los juristas en general, equívoco habitual en España.
A quienes nos hemos ganado la vida con la abogacía antes de convertirnos en parlamentarios (aunque en mi caso fuera durante pocos años y hace ya mucho), nos satisface que el autor de Madame Bovary incluya esa opinión entre los topicazos de rigor. Tan de rigor en el siglo XXI como en el XIX, a diferencia de muchas otras idées reçues del Dictionnaire que han soportado mal los ciento setenta años transcurridos desde que Flaubert empezara a levantar su monumento a la memez.
No sabemos qué hacer, por ejemplo con esto:
Aguinaldo: Indignarse.
Dominó: Cuanto más gris es uno, mejor juega.
Payaso: Está dislocado desde la infancia.
En contraste, estas otras ideas preconcebidas bien podrían haberse consignado la semana pasada:
Agentes de bolsa: Todos ladrones.
Bestia: (...) Hay algunas que son más inteligentes que los hombres.
Bolsa: Termómetro de la opinión pública.
Diputado: (...) Echar postes de la Cámara de diputados: no hay buenos modales. Son todos unos charlatanes. No hacen nada.
Guerra: Echar pestes de ella.
Optimista: Equivalente de imbécil.
Pocos tan contrarios a los dogmas como el autor de La educación sentimental. Pocos tan merecedores del adjetivo inconformista, título torcido hoy hasta expresar su contrario, ablandado hasta la gelatina semántica al punto que adorna a los más conformes con el sentir general, a los predicadores de lo que se espera, a los aterrorizados por todo lo que no sea susceptible de provocar el aplauso del público en un plató de televisión. ¿Alguien ignora que Madame Bovary acarreó un proceso a Flaubert y a su editor por ultraje a la moral?
Consagró sus últimos años a la inconclusa Bouvard et Pécuchet, historia de dos completos idiotas que le obligó a sumergirse en mil quinientos libros de consulta. Publicada póstumamente, cosechó un rechazo general. He disfrutado y reído con ella lo indecible y la tengo por su obra más original y moderna. Sin ese modelo no existiría La música del azar, cima de Paul Auster.
El completo idiota no es, huelga decirlo, el tipo humano de la cinta Dos tontos muy tontos, donde los idiotas son más bien los guionistas, aunque alguno esté oscarizado. No, el completo idiota es alguien tan diferente que no sería injusto reputarlo casi su opuesto: es el que salta de afición en afición (trátese de la jardinería o de la teología, de la Estética, de la agricultura, de la arqueología o de la teoría política) dedicando cada vez todas sus energías, hablando y conduciéndose como un experto... hasta aburrirse y saltar a la pasión siguiente.
Flaubert comprendió de forma prematura el atractivo literario de una estupidez que, a la vez, le exasperaba: “Siento contra la necedad de mi época oleadas de odio que me ahogan. Me sube mierda a la boca como en las hernias estranguladas. Pero quiero guardarla, sujetarla, endurecerla; quiero hacer una pasta en la cual ensuciaré el siglo diecinueve.” (Carta a Louis Bouilhet)