Otro toro ha matado a un hombre en Cuéllar y cada vez que estas noticias aterrizan sobre el asfalto de las ciudades un grupo, vestido como si siempre estuviera a punto de salir de senderismo, hace pucheros, se echa las manos a la cabeza e insulta al muerto, montando el numerito urbano que les convalida el pasaporte europeo. Los toros embisten y los hombres se mueren, diría si en algún momento me preguntaran cómo se ordena el mundo.
A veces coinciden ambos accidentes naturales y el pitón hurga por la vida igual que el hombre hurga la bravura del toro, las dos firmas que sellan el contrato milenario que parió nuestra civilización. Lloran el sufrimiento del bicho negro que funde las Españas como si sus lágrimas limpiaran las conciencias contemporáneas, supuestamente actuales, enjuagándose la maldad de los otros, apiadándose de un puñado de almas analfabetas, y rezan por Islero, la salvación de la humanidad y el Amazonas.
Existe una España caliente y polvorienta debajo de las alfombras sobre las que ensayamos nuestras poses que se pone en hora cada verano. Es el mundo liberado de los influencers y los hashtags, donde la influencia la tiene el hombre que conduce el último John Deere y el hashtag crece en las camisetas de publicidad. Todos los agostos llega a la ciudad el mugido amarillo de los campos, el derrape del parte médico, el balcón que asoma a nuestros orígenes. Hemos recalificado nuestras fiestas populares y parecen ahora un tenebroso parque de atracciones y no el vientre mullido del que también vienen los Javis.
La España vacía se llena al menos de toros y comparten rastro los enfermeros y los carniceros, y digo yo si habrá más liberación animal que la mezcla de sangres bajando por el mismo desagüe. Las burbujas sanguinosas traducen el sueño de los otros jóvenes: pulir las embestidas a cuerpo limpio para guardárselas en los bolsillos. Otro incomparable atardecer en Filipinas que se están perdiendo. Los mejores instantes los tienen girando la esquina, el eclipse negro plantado en mitad de la plaza respira y mueve el rabo. Alrededor florece esa parte del país desconocida, secreta, íntima. Los vecinos mueren en las calles, suenan los tres días de luto y esperan hasta el año siguiente para cruzarse con la muerte porque sólo mirarla de reojo es adictivo.
Aquí tenemos algunos afters y la luz azulilla de Twitter para calmar el mono mientras afilan las fiestas populares que descuartizan jubilados. Vivimos adormilados, alertas de última hora, zarandeando las breaking. Quizá sólo sea más atractivo ese lugar porque está escondido. Los informativos reproducen los vídeos caseros donde chillan mujeres, se hablan de cuellos destrozados, seguramente haya un tórax abierto por la mitad. Hay gente en España que todavía vive pendiente de cuadrarse frente las puntas jurásicas de algún torillo enfadado. Trapiello los describe como “facinerosos insomnes”. Ya me gustaría a mí sufrir el insomnio de lo auténtico.