Me sigo preguntando, y lo hago con mayor insistencia estos días, cómo es posible que la Justicia tenga capacidad para decidir cómo morimos. ¿No se dan cuenta de que semejante escenario es toda una catásfrofe? Guillermina Freniche vivió como quiso, pero murió el sábado pasado como dictó un juez: con la sonda que la alimentaba asomando por la nariz.
Resulta indignante que uno no pueda decidir cómo y de qué modo morir una vez que el designio de los dioses ha resultado inclemente e irreversible, y ha sentenciado un futuro atrapado entre los límites de una enfermedad mortal y los dominios del dolor. Cuando los días restantes son asquerosos e innecesarios, ¿para qué sumarlos?Y, sobre todo, ¿qué sentido tiene vivirlos si es encerrado en el sufrimiento y encima se hace a la fuerza? ¿No constituye semejante obligación algo parecido a una tortura encubierta? Guillermina, de 78 años y enferma de Alzhéimer, no pudo culminar su vida como le hubiera gustado, ni tampoco como solicitó su hijo y tutor legal. Un juez, a instancias de la residencia religiosa donde residía, obligó a alimentarla a través de una sonda nasogástrica a pesar de que la familia se oponía y el Comité de Ética Costa del Sol desaconsejaban hacerlo.
Qué tendrán que ver los jueces, qué tendrán que ver la religión y sus defensores, al respecto de la manera en la que preferimos enfrentarnos a nuestras últimas horas. En especial, cuando la única salida de la desesperación ante un infierno vital sin retorno se halla, precisamente, en la muerte.
Del mismo modo que uno puede decidir mantenerse dentro de los parámetros de esos días innecesarios y atroces por cuestiones morales o religiosas, y vivirlos con intensidad sin desviar su rumbo, quien desee esquivarlos no debería recibir impedimentos, sino facilidades. Es su último trayecto, permitamos que lo realice en función estricta de esos últimos deseos.
A Philippe Lançon le dispararon en la cara y le destrozaron la mandíbula. Sobrevivió de milagro -quien sabe, tal vez existan-, a la matanza de Charlie Hebdo, y ha necesitado 18 operaciones en el rostro, en donde le han colocado el peroné haciendo de mandíbula. Su calvario físico ha sido enorme, aunque probablemente resulte insignificante al lado de la penuria emocional. En el ataque yihadista de 2015 vio morir a varios de sus mejores amigos; él se salvó, simplemente, porque parecía muerto. Preguntado por un diario si durante estos cuatro años había pensado en el suicidio, el periodista y escritor contestó “jamás”. Ahora, con su obra Le Lambeau, Lançon regresa a la escena pública.
Por supuesto que estos dos son casos sin apenas conexión. El francés no tenía una enfermedad irreversible y, con paciencia, podía recuperar al menos una parte de la vida anterior a la tragedia que le devastó, que en enero cumplirá un lustro. Pero su determinación por vivir a pesar del dolor y el sufrimiento resultan tan respetables como lo es la voluntad de Guillermina y de su familia de detener un tránsito tan alarmantemente bronco hacia la otra vida.
Admiremos a los que quieren vivir, pero admiremos del mismo modo a quienes, con las horas contadas y todas en pésimo estado, desean no seguir haciéndolo. Respetemos de una vez las voluntades de quienes, sometidos a su destino, ya no toleran más días asquerosos.