Vedle con ese andar sobrado, ese tono displicente, ese gesto de hastío, esa media sonrisa socarrona del que sabe la solución del enigma y no la piensa compartir. Es Ábalos, José Luis, secretario de Organización del PSOE.
-"No me sigáis preguntando que me va entrar la risa"-, parece decir mientras los periodistas, en rueda de prensa, imploran una respuesta que sea coherente con el gesto de desdén con el que contesta. Significante y significado. Miradme la cara porque eso es exactamente lo que pienso del pacto que Podemos quiere, de cualquier pacto que no signifique para la formación morada pasar por las horcas caudinas del PSOE y perecer o por humillación o por desnutrición. Vamos, que aunque estoy diciendo que quizás, la respuesta es no.
Ábalos. Tal que el galán que no sabe cómo quitarse de encima con cierto decoro y educación a la amante que no se da por enterada de que no hay amor, ni pasión, ni el menor interés. Ese que al final ya ni se molesta en negar que lo que se ve es exactamente lo que parece.
Pablo Iglesias suplica, pretendiendo mantener el orgullo intacto mientras éste se desvanece por sus costuras, porque sabe que en todos los partidos –abandonemos la ficción de la nueva política–, en todos, sin faltar ni uno, cuando no hay cargos que repartir, el armazón de la cúpula, o está muy bien sujeto, o a los militantes les da por pensar primero y por cuestionar después, e inevitablemente, la cúpula se cae. Y, o mucho me equivoco, o en esas están en Unidas Podemos, que o compran voluntades con sueldos, o les espera la irrelevancia.
Y eso lo sabe Sánchez y todos los que han echado los dientes en el PSOE y saben cómo funcionan los resortes de los partidos. Por eso entra a matar en la estación de Chamartín, con la displicencia del que cree llevar buenas cartas, y si antes ofreció ministerios de Coros y Danzas, ahora retira la oferta y pone sobre la mesa yogures a punto de caducar, sólo para ver el grado de desesperación de ese cuyo apoyo sólo le interesa si es gratis. Y sino acepta, le da igual.
Pero Sánchez se echó unas risas en Chamartín, no sólo con su ofensivo ofrecimiento, sino también con sus 370 propuestas presentadas como un documento de negociación. Lástima que el sudor le descompusiese la imagen y le agriase el gesto.
El mensaje quedó claro para quien debía entenderlo y para quienes nos empeñamos en comentarlo. Lo que ocurrió el miércoles en la estación de Chamartín fue un primer acto de precampaña. De esos que se organizan llenando espacios de capacidad media y algún simbolismo, para presentar las conclusiones de los actos sectoriales. Para que lo entiendan, esos en los que se pulsa la opinión de las organizaciones de la sociedad civil perfectamente afín. Foto y minutaje televisivo asegurado. En este caso, coste de la precampaña, cero.
Podemos seguir entretenidos en ese trampantojo en el que cada vez con menos sutileza se nos dibuja un paisaje de negociaciones y posibles pactos, de sentido de Estado y de bien común. La realidad es que unas nuevas elecciones para quien tiene la obligación de tratar de formar gobierno, no son el abismo que creemos, sino puede que todo lo contrario.
Y cuando de nuevo llegue la recesión –que llegará–, cuando se agosten del todo los brotes verdes y no haya para planes E –porque no hay– ya vendrá otro a arreglarlo. Si puede.