“¿Tú ves? Una melenita como esa sí”, decía un familiar que ya se ha muerto también mientras cantaba en la tele Camilo Sesto. Sería a finales de los setenta y de aquel mundo, que era el nuestro, ya no existe nada. Solo está en nuestra cabeza, como dice el idealismo filosófico que está incluso el presente. Estaban las melenas rockeras, desordenadas, amenazantes, rupturistas, y estaba la melenita de Camilo Sesto, peinada y compatible con el traje. Una manera de ser moderno y formal. Luego se convertiría en el fantasma de la ópera, en nuestro Michael Jackson, en el punki más inquietante que hemos tenido. Y ahora de nuevo la nobleza de la muerte, esa otra formalidad: la estrafalaria imagen de los últimos años es absuelta y queda la pureza de un ser que se ha ido, su hueco blanco.
Me venía acordando estos días de los pocos recuerdos que tengo de Blanca Fernández Ochoa, pero eran recuerdos trepidantes: un par de bajadas en esquí, a las que asistimos con el corazón en un puño, caídas, frustraciones y una medalla de bronce que sabía a oro por cómo se celebró. Matías Prats Jr. ha contado en el tanatorio algo precioso. Cuando ella vio la tristeza que había por su caída en Calgary, en la que perdió el oro, le quitó importancia para que los demás se sintieran mejor. Es lo mismo que hizo Miguel Indurain tras su hundimiento en Hautacam. Los dos comprendieron que los derrotados grandes son los únicos que tienen la llave del consuelo, y esto es más admirable que cualquier victoria.
Las muertes nos dan ganas de vivir, porque en realidad nos recuerdan la vida, nos despiertan (“recuerde el alma dormida”, decía Jorge Manrique): hacen que volvamos a ver este mundo como un escenario transitorio, una auténtica aventura aunque permanezcamos quietos. “Envejecer, morir”, como escribió Jaime Gil de Biedma, son “las dimensiones del teatro” y “el único argumento de la obra”. Hablo de las muertes más o menos ajenas, que nos dan pena pero no un excesivo dolor. Luego están las de los seres queridos, que dejan la vida sin encanto, porque eran la vida. Este otoño van a coincidir dos ejemplos: las “memorias de amor” de Fernando Savater, La peor parte (Ariel), y Señora de rojo sobre fondo gris de Miguel Delibes en el teatro, con José Sacristán (Bellas Artes). Dos resucitaciones (imposibles) de la amada por las palabras.
Con la muerte de Blanca Fernández Ochoa en la sierra de Madrid me vino este soneto (en alejandrinos y sin rima) que escribió el poeta malagueño José Moreno Villa cuando estaba ya cansado y se imaginaba la muerte (el último blanco) como una bajada. Es como una metafísica del esquí. Imagino a Blanca así, y en otra ladera a Camilo, y a todos los muertos elegantes, por la cara lunar de la tierra mientras los demás seguimos todavía en la solar:
Por el silencio voy, por su inmensa ladera,
en un fino deslice veloz y sin cesura.
Si fuese así la muerte... Un patinar en hielo,
entre tierra y celaje, amodorrado y laxo.
Casi pisando voy mi dudoso albedrío.
Los puntos cardinales no me sirven de nada.
Y el tiempo es sólo un vago concepto del espacio
entre las lentas combas del adoptado ritmo.
¿Tengo mi voluntad de la rienda? ¡Quimera!
¿No me será posible dejar algo, un acorde,
un versículo puro en que converjan todos?
Voy en la sorda nube que desdeña el ruido.
No puedo más; dejadme en esta magnitud,
en esta desnutrida esencia del silencio.