Las naciones resultan insoportables cuando se inflaman. ¿Lo escuchan? Lleva varios meses sonando: el afilador saca punta a las banderas por culpa de sus clientes más poderosos, que desean enseñas en punta. Conviene huir. Corrí despavorido hacia una biblioteca, el único lugar que ofrece sortear las barreras del espacio y el tiempo a un módico precio. Las sustancias lisérgicas son mucho más caras. Además, todavía no es época de setas.
Agarré el Almanaque Bailly-Baillière de 1919, “una pequeña enciclopedia popular de la vida práctica”. Es un cuaderno gris con letras color de oro. Henchido de su olor y sus páginas crujientes, cerré los ojos… y aparecí en la Puerta del Sol justo hace cien años. Bueno, en realidad, me desperté tumbado en el probador de una boutique de la plaza. La dependienta le decía a una señora: “Esta temporada se lleva el raso. Los vestidos de importación son casi todos negros por culpa de la Gran Guerra”.
-Hace bien usted, tan joven, en llevar ese almanaque -buscó mi complicidad un tipo que esperaba a su esposa.
-Sí, es fantástico… El Bailly-Baillière -acerté a pronunciar-.
Sentado en un banco, abrí la agenda por su primera página… y me cagué en todos los españoles de hace un siglo. “En vano sería ocultar el ambiente de incertidumbre que respiramos. Estamos, sí, frente a problemas trascendentales, frente a dificultades enormes; pero no debemos abatirnos. Por el contrario, ha de alentarnos la esperanza”, decía el Conde de Romanones. De Guatemala a… Había escapado de una España nauseabunda infestada de bloqueos institucionales para recalar en otra… igual. Aunque mucho mejor escrita.
Le di una oportunidad al dichoso almanaque. “En estos momentos, en los labios de nuestros gobernantes, está muy fluida la palabra renovación, pero este es un vocablo sin sentido, carente de toda realidad”, arengaba Rafael Forns, médico y pintor.
-Oiga, ¿le ocurre a usted algo? -me preguntó un anciano de rostro arrugado y boina de cuadros alarmado por mis blasfemias.
-Estoy hasta las narices de la nueva y de la vieja política -le contesté.
-¿Nueva? ¿Vieja? ¡Si todo es lo mismo! -me rebatió con pretérita cordura.
Ese hombre, que dormía la mona acurrucado entre periódicos, se sorprendió de que leyera las primeras páginas del Bailly-Baillière y me conminó a “disfrutar de los anuncios”: “Es lo mejor que tiene el cacharro”.
Cuánta razón. En ese instante, descubrí un pasado que sufría males parecidos a los del presente, pero que los combatía con aburguesado hedonismo. “La anemia, las menstruaciones dolorosas y las fiebres de las colonias” se paliaban con el “Vino Aroud”. El terciopelo granate servía para todo… ¡y lo vendían en las farmacias! El catálogo mencionaba otro “tónico” para “reponer fuerzas, solucionar la debilidad cerebral y remediar los trastornos nerviosos”.
-¿Dónde puedo encontrarlo? -le pregunté a mi compadre con el dedo sobre la página de la publicidad.
-En la Plaza de la Independencia.
-¿La Independencia? Ese no es lugar seguro.
-No le entiendo. Me está empezando usted a cansar.
Caminé hacia aquella farmacia, justo frente a la Puerta de Alcalá. Madrid lucía agradable, como tamizada por un filtro color sepia. Me había convertido en un personajillo de esos que, anónimos, saludan en las postales de coleccionista que venden en 2019, en la calle de la Libertad.
Me hice con una botella por tres pesetas. La dependienta, que debió de verme algo acatarrado, me ofreció la última gran cura contra “el asma y los resfriados”: “El remedio de Abisinia”. Con ese nombre, no pude rechazarlo. Compré. “Sí, sí, se fuma”, me animó cuando vio el careto que puse. En la España de 1919 el catarro se curaba con un piti.
Me entró el hambre. Caminé hasta la calle Atocha. Mi particular guía me empujó a una casa de comidas en el número ocho. En el menú del día: alcachofas guisadas, lubina en medio caldo, pato con nabos, rodaballo a la escocesa, pierna de carnero, callos al jugo con queso…
-Perdone, ¿tiene algo con Quinoa? -inquirí al camarero.
-¿Quién es esa? O mejor dicho, ¿quién es usted?
Después de pedir, presté atención a un par de señoritas que comían en la mesa de al lado. Una de ellas, de manera furtiva, se desabrochó un par de botones de la camisa y mostró a su compañera un sujetador bastante raro: “Es el tirante-benefactor de Amador Alsina. Lo venden en Barcelona”. Para mi sorpresa, le enseñó un anuncio a través de la misma guía que tenía yo en mis manos, la Bailly-Baillière. Busqué en mi ejemplar: “Con el tirante-benefactor, las mujeres conseguirán el desarrollo de sus senos pudiendo prescindir de medicinas y ungüentos perjudiciales”.
Tumbado en El Retiro, ya con el cielo a punto de echar la persiana, miré a las estrellas armado de mi almanaque: Andrómeda, Perseo, Norte, Dragón, Castor… El “cacharro” indica, mes por mes, la posición de las constelaciones. Otro tanto hace con las olas del mar, enseñando a manejar el “navipéndulo”.
En las páginas del final, el Bailly-Baillière me invitó a escribir “los casamientos, los nacimientos y las defunciones” para tener “un recuerdo preciso de la sucesión de alegrías y tristezas”. Aquello comenzó a ser demasiado inquietante. Además, no encontraba la manera de regresar. Hasta que coloqué mi nombre en la casilla de los muertos. Voilá, vuelta a la España del desgobierno, que intenta curarse agarrándose al dolor y olvidando el placer. Menos mal que me traje una botella de "Vino Aroud" y unos cuantos paquetes de "Remedio de Abisinia".