Decía Spinoza que el Estado se vuelve quimérico (inexistente, insolvente) cuando tolera en su seno actos que le conducen a su propia ruina.
El Parlamento de Cataluña, en cuanto que organismo regional administrativo, y que como tal responde a determinadas funciones de alcance autonómico (meramente regional, insisto), ha sido completamente desvirtuado por parte de aquellos que se sientan en él, y han tratado -y siguen tratando- de dotarle de unas funciones, con pretensiones nacionales soberanas, que no tiene (ni puede tener).
Se habla, con ligereza (y no solo por parte de los separatistas), de que el Parlamento de Cataluña representa “la voluntad de los catalanes”, como si fuera un órgano representativo de una soberanía nacional. Pero Cataluña no es un todo soberano, sino una parte de un todo soberano, que es España, y, por tanto, el Parlamento de Cataluña nunca puede ser representativo de lo que no existe (ni política ni históricamente hablando): la soberanía de Cataluña.
El Parlamento de Cataluña ni siquiera es un organismo que represente en ningún sentido a “los catalanes”, así en bloque, porque “catalán” es un gentilicio que habla de la procedencia de los naturales de aquella región, pero que carece de sentido político.
Tampoco es verdad, como muchos entienden, que “catalán” es “quien vive y trabaja en Cataluña”, según célebre expresión de Pujol, porque existe una buena masa de población en Cataluña que no son catalanes, bien porque proceden de otras regiones de España (andaluces, murcianos, etc.), bien porque lo hacen de otras partes del mundo (marroquíes, portugueses, ingleses, rumanos, etc.). Un ciudadano catalán lo es por ser español (o inglés, o francés, o turco, o marroquí, etc.), pero no por ser catalán, que es gentilicio inespecífico políticamente hablando.
De manera que suponer al Parlamento catalán como representativo de la “soberanía catalana” es partir de un principio falso, del que muchos parten, insisto, sin ser separatistas, y que lleva implícito un hecho falaz: la partición en fragmentos (autonómicos) de la soberanía española y, por tanto, la ficción de su inexistencia como tal. Y es aquí, es en este punto, en donde las concesiones, desde el punto de vista ideológico, verbal, lógico y conceptual, han sido totales hacia el separatismo por parte de buena parte de la clase política y periodística española (“conquistaron las palabras y las convirtieron en sus más poderosas herramientas propagandísticas”, decía Klemperer en relación al lenguaje del Tercer Reich).
Considerar a los parlamentos autonómicos como si fueran representativos de un sujeto político, de la “voluntad” de cada una de las partes regionales de España (catalanes, gallegos, murcianos, riojanos, etc.), es proceder a hacer un vaciado del todo soberano español, de tal modo que se habla, e incluso se actúa ya desde determinados parlamentos regionales (así en el Parlamento de Cataluña, planteando referenda que no le corresponde, firmando medidas de expulsión sobre fuerzas y cuerpos de seguridad sobre las que tampoco es competente, etc.), como si la “voluntad” nacional española fuera, en efecto quimérica, inexistente (convertida, dicho con Unamuno, en una “noluntad nacional”).
En definitiva, hoy día hablar de Cataluña como región española (y no nación), y referirse a su Parlamento y Generalidad como órganos meramente administrativos (no políticos), es prácticamente un acto de rebelión frente a ese lenguaje dominante del Tercer Reich separatista.