El hecho, guste o no, es que hace unas cuantas décadas a un señor que había ganado una guerra contra sus compatriotas —quizá no quepa contradicción ni absurdo de mayor calibre— se le puso en las narices, que para eso nadie le llevaba la contraria, apoderarse de un valle en las proximidades de Madrid para que sirviera de recuerdo imperecedero y más bien aparatoso de su dudosa proeza. Lo disfrazó de monumento a la reconciliación, con un discurso que sólo los muy afectos a su ideario y los muy nostálgicos de su recia bota podrían suscribir.
Reconciliarse es un acto que exige voluntariedad por ambas partes en conflicto: conjugar el verbo sólo desde una de ellas, mientras la otra sigue sojuzgada, exiliada o enterrada en las cunetas, es un sarcasmo que sólo quien no rinde cuentas a nadie puede permitirse.
Andando el tiempo, el señor murió y nada casualmente se decidió sepultarlo en lugar eminente del monumento de marras, de tal modo que cualquiera que divisara su mole lo supiera a él, su artífice e inspirador, en el centro de ella, recordando a todo el mundo lo principal, victorioso y omnímodo que fue. Uno ve esa cruz descomunal, desde los muchos y bien lejanos sitios donde resulta visible, y no deja de saberlo a él ahí, imponiéndose al paisaje y a la memoria con su construcción megalómana.
Ahora seis jueces del Tribunal Supremo han respaldado por unanimidad que sus restos mortales se extraigan del valle y se trasladen a un lugar más discreto, donde reciban el homenaje, la gratitud y el afecto de los suyos sin necesidad de ultrajar a los millones de ciudadanos que fueron sus víctimas, en las personas de los supervivientes o en las de los descendientes de quienes ya no viven.
El valle que aquel hombre se apropió, doblegándolo y marcándolo con la impronta de su edificación ciclópea, empieza así a ser devuelto a sus dueños legítimos. Esto es: el conjunto de los españoles, que ya no tendrán que asociar el omnipresente monumento, y el espacio natural por él dominado, a la figura del dictador y el enaltecimiento de su gobernación, radicalmente contraria a los principios que inspiran nuestra convivencia y, en suma, la de cualquier nación moderna, justa y civilizada.
A lo mejor a alguien le ha sorprendido esa unanimidad. No era otra, sin embargo, la respuesta que podían dar los jueces de un Estado social y democrático de derecho frente a la tentativa de perpetuar la reverencia a quien se distinguió por negar día por día, durante el tiempo que estuvo al mando, el derecho, la dignidad de la sociedad civil y la voluntad popular.
Subsanada la anomalía de su presencia en el monumento, previos los trámites que la ley exija —en eso se distingue este Estado del suyo, en el que cualquier atajo era posible—, queda la tarea de resignificar, ya vacío de su inquilino, ese valle que por su solo designio quedó desfigurado e invadido por la expresión en piedra de su ideología trasnochada y siniestra.
No hay que darse demasiada prisa: más vale hacerlo bien, y no cometer, como se ha cometido con los restos del tirano, el error de dar pie a pensar que era el rédito electoral a corto plazo lo que impulsaba una actuación indispensable para la restitución definitiva de la dignidad nacional.