La Constitución atribuye en exclusiva al Poder Judicial el enjuiciamiento de cualesquiera hechos presuntamente delictivos, a diferencia de lo que ocurre en otras ramas del Derecho en las que caben otras formas alternativas de resolución de conflictos. El enjuiciamiento de los hechos presuntamente delictivos ha de hacerse lógicamente a la luz del Derecho y la respuesta, en forma de sentencia, es la del Estado de Derecho cuando ésta -como la de la Sala Segunda- es firme.
El juicio jurídico es desapasionado, pues el juez solo puede fundarse en la ley y no en sentimientos y mucho menos en ideologías. La pasión es impropia del juicio jurídico y, por ello, no pocos autores reconocidos critican el modelo de jurado puro instituido en España.
Ahora bien, si el juez ha de ser desapasionado, al ciudadano no le es exigible esa forma de reflexionar. Cuando los hechos delictivos revisten tan extraordinaria gravedad como los que consisten en pretender, por la fuerza o fuera de las vías legales, subvertir el orden que los españoles nos hemos dado, el sentimiento acompaña el juicio racional.
Cuando los hechos delictivos -ya no son presuntos- se retransmiten en directo y son contemplados por millones de ojos, casi sin solución de continuidad, todos nos convertimos en jueces. Ciertamente se trata de un juicio no jurídico, aunque sí racional -es decir conforme con las reglas de la razón- aunque, con toda seguridad, no exento de corazón.
Si el Derecho Penal es la última ratio, a quien lo administra y aplica -los Tribunales de dicho orden jurisdiccional- se le exige taparse los oídos y los ojos ante prejuicios, predisposiciones u opiniones públicas o publicadas. No les corresponde a los Tribunales dictar sentencias populares ni tampoco esperar aplausos o salir a hombros, sino hacer su trabajo con arreglo al Derecho vigente, por más críticas que sus insuficiencias y deficiencias les puedas suscitar, más aún cuando tienen en sus manos tipos genéricos y abiertos incluso con nomología decimonónica. Los Tribunales no son creadores del Derecho sino sus aplicadores -la bouche de la loi, recurriendo a Montesquieu-, y se han de mover, además, en el acotado ámbito de las reglas del proceso.
Muchísimas personas, de buena fe y probada lealtad, se habían hecho otra idea distinta de la que la sentencia contiene, es decir, creían (o querían) que la condena hubiera sido por delito de rebelión, aunque no fuera consumada sino en grado de conspiración o de tentativa. Esas personas se han sentido decepcionadas en cuanto ciudadanos, pero lo que no cabe es pensar que las sentencias se dictan por la mayoría popular, sino por quien es competente para ello y con arreglo a su saber y conocimiento, libre de cualquier prejuicio.
Otras personas -notablemente menos y desde la deslealtad institucional- defendían la absolución por entender que los hechos enjuiciados eran actos políticos, fruto de la libre voluntad de actuación política. Para ellos la sentencia es igualmente injusta y, sin duda, aunque tal vez no sean los únicos, acudirán en vía de amparo al Tribunal Constitucional y después al Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Están en su derecho y ésta es la grandeza del Estado de Derecho, que no veda ni a quien reniega del mismo del derecho a agotar cualquier vía impugnatoria.
En fin, termino. Manuel Marchena, como antes el instructor Pablo Llarena, se convirtieron en iconos de lo que Von Ihering denominó “la lucha por el Estado de Derecho”. Marchena, ponente de la sentencia, director del juicio y director de las deliberaciones de la Sala, es un grandísimo jurista, de probada independencia y de reconocida imparcialidad. Yerran quienes le pusieron entonces en la diana y yerran quienes lo hacen ahora porque no se encuentran con una sentencia a su gusto.
*** Enrique Arnaldo es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad Rey Juan Carlos.