"Mis padres tienen una mentalidad de derechas y fascista, salgo a la calle para que gente así no siga infestando las calles", decía, con la cara tapada y en un programa de la televisión regional vasca, uno de los adolescentes que el viernes participaron en la batalla campal contra los antidisturbios de la Policía Nacional en el centro de Barcelona.
Siendo benevolente, no parecía el chaval capaz, no ya de un pensamiento complejo, sino de alumbrar metáforas sin la ayuda de media docena de académicos de la RAE. Así que voy a asumir que para este nacionalista recién salido del horno de la escuela catalana, sus padres y los que piensan como ellos son, literalmente, una plaga de ratas a la que exterminar.
Si esto lo hubiera dicho uno de esos que llevan la esvástica tatuada en el hombro respecto a sus padres de izquierdas –"salgo a la calle para que gente así no siga infestando las calles"– no quedaría un solo español en España que no se hiciera un par o tres de preguntas sobre ese sistema educativo llamado inmersión lingüística.
Pero… ¡ah, señores! Resulta que el desratizador no lleva una esvástica, sino una estelada, que es lo mismo aunque a muchos les parezca cosa muy distinta. Y ahí se produce la distorsión cognitiva: "Si el PSOE pacta con esta gente en toda España es porque tan malos no son. ¡Peor es ser de Ciudadanos, o del PP, o no digamos ya de Vox!".
La paradoja, que no es tal, viene ahora. La inmersión fue diseñada e impuesta, no por Jordi Pujol como muchos españoles creen, sino por el PSC. Y más concretamente, por Marta Mata. Una mujer a la que asustaba la idea de que algún día pudiera llegar a jugarse en el patio de las escuelas catalanas un partido de fútbol entre un equipo de niños castellanohablantes y otro de niños catalanohablantes.
Que el experimento ha salido rana lo demuestra que ahora los niños castellanohablantes salen de la escuela catalana sin dominar ni el catalán ni el castellano, condenados a trabajar en puestos mal pagados y peor considerados a las órdenes de sus compañeros catalanohablantes, y odiando a sus padres por hablar la lengua del enemigo.
La inmersión lingüística, en fin, nunca ha sido más que la herramienta con la que las elites nacionalistas, con las del PSC a la cabeza, han saboteado el ascensor social catalán para asegurarse de que sus hijos no tuvieran jamás la competencia de los hijos de esa clase trabajadora a la que tanto dicen defender. Una herramienta que apenas ha logrado que los niños catalanes salgan de la escuela regurgitando fascistadas gástricas como un Sabino Arana de quince años con sudadera New Balance.
Está muy preocupada Ana Pastor –la Ana Pastor de La Sexta– por lo que vaya a hacer Pablo Casado para reenamorar a los catalanes. Yo soy catalán de toda la vida de Dios y me pregunto cada día qué va a hacer Ana Pastor, como madrileña con deuda histórica hacia Cataluña y los catalanes, heredada supongo, de algún oscuro hidalgo castellano del siglo XVII, para reenamorarme a mí.
Le doy algunas pistas. Podría Ana Pastor luchar por el derecho de los niños castellanohablantes a ser educados en su lengua materna en su propio país. O por su derecho a no ser discriminados, señalados o acosados por sus profesores, por los padres de sus compañeros de escuela y por las propias instituciones regionales. O por su derecho a no ser adoctrinados y convertidos en zombis de esa ideología xenófoba llamada catalanismo.
En el Berlín de 1938 me gustaría haber visto a mí a todos estos que se creen que el fascismo es un problema de falta de amor.
Menos amor y más desembarcos de Normandía.