El franquismo es el feísmo: tienen los últimos adeptos esa cosita amarga en el gesto, ese malaje, ese rictus. Esa mala pipa. Los fachas que coletean en esta España nuestra poseen la cara que merecen: se acaban pareciendo todos entre sí, con una boquita apretada muy reconocible -como de morder el limón de la democracia-, con un ojo temible que va a su bola y un no sé qué hierático que les vuelve trasnochados y antieróticos, que les extirpa la gracia, la inteligencia -que es frescura- y la libido, que les condena para siempre a lo que su amado líder soñó: existir como seres potencialmente reproductivos, no como humanos deseantes.
Dentro del facha sólo hay un campo yermo, un sillón polvoriento y ajado, un viejo club de carretera con los neones rotos. El facha es feo y lo sabe. No seduce porque ordena, no conquista porque escupe, no persuade porque no escucha. El facha muere todos los días en un país como este: cada vez que un homosexual se casa, cada vez que una mujer exige su sitio, cada vez que una plaza pierde su nombre, cada vez que alguien hace el amor porque sí, cada vez que un inmigrante encuentra aquí su casa. El facha anda colérico porque ya apenas importa, porque ahora el mundo es otro y una sociedad que quiere ser sana le expulsa como a un órgano mal trasplantado. El facha es ira estéril. El facha patalea pero no muerde: hace décadas que perdió los dientes.
El facha es feo porque es vil, el facha es cateto y hortera, y esa certeza es nuestra última revancha, nuestra última broma, nuestro último triunfo estético: yo disfruté como una enana observando el percalazo del jueves, con ese jorobado con chaqueta de cuero que le daba un aire a Loquillo levantando el brazo -un tupé descacharrante, un grito grotesco-, con ese anciano agrio alzando una lata de cerveza -como en un botellón reaccionario-, con ese legionario pirado, ridículo, vencido, dejándose la garganta para celebrar a su “caudillo”. Como demostración de fuerza, regular. Tres perlas, tres piezas, tres pobres hombres humillados desde hace mucho por la España que es, pero que, además, nos regalan la estampa de seguir autoparodiándose. No se les puede odiar, no se les puede temer. Son de coña.
Me seguí descojonando cuando vi salir el ataúd del dictador a hombros y parecía que se estaba derritiendo en un agosto en Sevilla, parecía un auténtico brazo de gitano diluyéndose, parecía el postre caduco que nadie querría merendar, ni previo pago, y al poco me enteré de que era una manta que servía para ocultar el tétrico estado de la madera del féretro: bueno, todo estuvo siempre podrido ahí, qué sorpresa cabe.
Coge Francis Franco y sigue la verbena colocando la bandera preconstitucional al revés: llegados a este punto sólo me apetecía descorchar un vino y gozar de la imagen poética. Ese aguilucho azabache bocabajo, como un tremendo pollo asado, como una gallina triste y carbonizada: cuánta belleza verla colgada, desubicada, sin sentido ya. Quien no echó el día con eso fue porque no quiso. Berlanga aplaudía desde alguna parte.
Luego el nieto farfullando que si esto parece una dictadura, que si hemos vuelto a los tiempos del nodo: manda pelotas. Me escocería si me lo tomara en serio; me molestaría por las obscenas exaltaciones a la figura de un totalitario si no fuera porque son endebles, porque son patéticas, porque son profundamente humorísticas. Lo siento por esa izquierda herida a la que le cuesta saborear el triunfo hasta cuando gana, como en esta ocasión -¿por eso perderá siempre?-: a mí me costó encontrar solemnidad en toda la parafernalia. Ni por un momento me sentí retada como demócrata, como ciudadana sedienta de Memoria Histórica. Si parecía un sketch, joder. Si cada fotograma fue un meme andante.
Con todas las imperfecciones y bravuconadas del acto -algunas, radicalmente impensables en un país como Alemania; otras que directamente se saltaban a la torera epígrafes de nuestra ley-, me quedo con que vi a la familia indigna y sorda a la autocrítica que ya conocía -pero más sola que nunca- y a un puñado de frikis frustrados retratándose solitos. Fue una jornada hermosa, al cabo: un paso fundamental, que no único, para seguir haciendo justicia. Una victoria de todos. Una reparación poderosa y colectiva. Qué bueno que Franco haya muerto otra vez.