Resulta ridículo el empeño del presidente Sánchez y de tantos y tantos bienintencionados constitucionalistas de reclamar a Torra una condena de la violencia por los altercados en las calles de Barcelona. Como si fuera la violencia callejera el gran problema de Cataluña. Como si de producirse esa condena se despejara el horizonte y pudieran restablecerse la normalidad y el diálogo.
Pondré sólo tres ejemplos para mostrar cuál es el problema de Cataluña.
Uno.- Un ciudadano intenta cruzar la Gran Vía de Barcelona con su moto justo en el momento en el que una veintena de funcionarios de la Generalitat ha decidido cortar la avenida en protesta por la sentencia del Supremo. El hombre intenta esquivarlos y seguir su camino. Los manifestantes se abalanzan sobre él, le empujan y le quitan las llaves entre insultos. Todo en presencia de un par de mossos d'Esquadra.
La reacción de los agentes es pedir la documentación al motorista, identificarle como a un presunto delincuente y obligarle a dar marcha atrás, mientras los alborotadores celebran su triunfo. Veinte personas se han adueñado con total impunidad de una de las principales arterias de la ciudad.
Dos.- Un centenar de personas corta una carretera de acceso a Barcelona con una barricada hecha de cañas a las que prenden fuego. Los conductores tienen que detenerse. Pasan los minutos.
Un camión de Bomberos se acerca al lugar, sortea la barricada por el arcén y sigue su marcha como si nada. Los saboteadores lo celebran con gritos y aplausos. La cola de vehículos va creciendo a la espera de que alguien apague las llamas y despeje la calzada.
Tres.- Como cada mañana, alumnos de la Universidad Pompeu Fabra se dirigen a sus clases. A la entrada del centro, una barrera levantada en el interior con sillas, pupitres y mesas les impide el paso. Quince encapuchados, no más, aseguran el muro que bloquea la puerta.
Dentro, los administrativos de la Universidad andan a lo suyo, tecleando rutinas. En una esquina, un par de guardias de seguridad del campus contempla la escena de brazos cruzados.
En todos estos episodios hay violencia. Es la violencia del matón, del que abusa de su fuerza porque se sabe intocable. Es una violencia soterrada, más peligrosa que la quema de contenedores o que cualquier otro acto de vandalismo. Es una violencia que está presente, día tras día y a todas horas, en la vida cotidiana de millones de personas.
Creer que se puede pasar página si llega una condena de los disturbios por parte de los líderes separatistas es ponerse una venda en los ojos. Lamentablemente, esto no lo arreglará el diálogo. Hay que asumirlo.
Pensar que puede abrirse una nueva etapa en la que Rufián ayudará a devolver las aguas a su cauce a cambio de, pongamos por caso, un Estatuto con competencias ampliadas, equivale a dar el último paso hacia el abismo.
El problema no son las llamas, es el espionaje en los colegios para apuntar en qué lengua se expresan los niños, es multar a los tenderos que rotulan en español, es mantener unos medios de comunicación públicos que insultan diariamente a más de la mitad de la población. Hay que vencer al nacionalismo. Es un deber moral.
Si hoy, ahora, el Estado abandona al motorista de la Gran Vía, olvida a los conductores atrapados en la carretera que lleva a Barcelona y deja a su suerte a los universitarios de la Pompeu Fabra, todo se habrá perdido.