Con la crisis del 1-O prosesista parece abrirse paso en España -con muchísima timidez- un debate completamente inédito, y creemos muy necesario, acerca de la ilegalización de los (pseudo) partidos políticos separatistas. Una ilegalización que esos mismos grupos políticos sediciosos están reclamando a gritos, al ser sus programas incompatibles con el Estado.
Los llamados “consensos” de la Transición, en su momento, echaron el cerrojo ideológico en favor de unas “asociaciones políticas” que, a pesar de su naturaleza separatista (explicitada formalmente en sus programas), han gozado no ya solo de tolerancia y protección sino, incluso, de prestigio en cuanto que sirvieron de prueba de “madurez”. Y esta fue su coartada para la, al parecer, “joven” Democracia española.
De este modo, atendiendo al dogma -de manga ancha y más demagógico que democrático- de que “en democracia todo es defendible”, e inmunizados por él, los grupos separatistas se han infiltrado en las instituciones y han conseguido filtrar, a su vez, su ideología en el propio ordenamiento jurídico español (leyes de normalización lingüística, en la toponimia, conciertos económicos, etc.).
Es más, el propio Estado de las Autonomías es, en buena medida, una concesión, que llega al plano constitucional (art. 2, y el Título VIII), en favor del nacionalismo fragmentario, de tal modo que los separatistas hacen un uso perverso de las instituciones autonómicas buscando consumar en ellas sus fines fraccionarios (a saber, formar todos nacionales a partir de regiones o fragmentos de España).
Porque, en efecto, se da el caso -con una beligerancia muy singular en España- de la existencia de formaciones políticas que, con asiento en las Cortes (Congreso y Senado), ejercen la representación de una soberanía nacional -la española-, cuya legitimidad y existencia, sin embargo, estos mismos grupos no reconocen. Este fenómeno contradictorio, absurdo, solo es sostenible bajo la ficción jurídica de considerar a esas formaciones, en efecto, como “partidos políticos”, cuando por su naturaleza separatista no lo son ni pueden serlo (serán más bien “grupos de interés” o “de presión”, o incluso “bandas facciosas”, como decía Gustavo Bueno, pero no partidos políticos).
En España el derecho de asociación política, es decir, de poder formar partidos políticos, prohibido durante el franquismo, va a quedar regulado por la Ley de 14 de junio de 1976 y, finalmente, en la Constitución del 78 a través de su art. 6. En la Constitución del 31 no hay mención alguna a los partidos políticos y, menos aún, como mecanismos institucionales de la representación de la soberanía nacional (el art. 39 de la Constitución de la República española se refiere, sin más, a la libertad de asociación y sindicación para distintos fines, pero, eso sí, siempre “conforme a las leyes del Estado”).
Pues bien, en esa ley del 14 de junio del 76, por el que se aprueban, frente al franquismo, las asociaciones políticas, se dice, respecto a la licitud de sus fines, que deben contribuir democráticamente a la determinación de la política nacional, así como a la formación de la voluntad política de los ciudadanos y, por último, a promover su participación, la de los ciudadanos, en las instituciones de carácter político.
La ley preveía la posibilidad de la suspensión de las asociaciones políticas si estas desarrollaban actividades que persiguieran fines ilícitos. Así, tras su reforma, el Código penal contemplaba la tipificación de asociaciones ilícitas, en el artículo 172, incluyendo en ellas aquellas que tuvieran por objeto “el ataque por cualquier medio a la soberanía, a la unidad e independencia de la patria, a la integridad de su territorio o a la seguridad nacional”.
En las sucesivas reformas del Código Penal (Ley orgánica 4/1980, y Ley orgánica 8/1983) se retiran estos supuestos y, en el nuevo art. 173, ya no se contemplan el ataque a la soberanía, a la independencia, a la unidad ni a la integridad territorial como fines ilícitos que motiven la suspensión de una asociación política. En el Código penal actual, el de 1995 (código Belloch), estos supuestos quedan ya definitivamente descartados (art. 515 que no sufre ninguna variación respecto al código anterior).
En definitiva, el respeto a la soberanía, a la unidad, a la independencia, a la integridad y a la seguridad de la nación, que se contemplaban todavía en la ley 21/1976, fue retirado como condición para la conformación de “asociaciones políticas”, dando así vía libre, a través de estas reformas, a la consideración de los grupos separatistas como “partidos políticos”, sin poder disolverlos, como sería lo suyo, en tanto que “asociaciones ilícitas”, puesto que siguen persiguiendo fines que atentan contra la soberanía nacional, su unidad, etc...
¿Resultado de todo este proceso? Pues el de la existencia del separatismo campando a sus anchas en Cataluña, promovido desde las propias instituciones autonómicas y municipales en total desobediencia, y con un Estado prácticamente convertido en una quimera, sin atributos en la región, para poder ser defendido.
A pulso… nos lo hemos ganado a pulso de reforma de ley orgánica.