Llegan las Navidades y con ellas los anuncios tiernos, con mensaje, con pellizquito en la tripa. Si el año pasado Campofrío nos hablaba del sentido del humor, en este nos da en los morros con una empresa que crea noticias falsas hechas a nuestra medida.
Miénteme, dime lo que quiero oír, dame la razón. Somos el matrimonio perfecto (aunque no te soporte), a nadie le gusta su trabajo (por mucho que vea a mi vecino disfrutar del suyo), debo entregarme en cuerpo y alma a los demás (y olvidarme de mi persona).
Qué línea separa la mentira de las creencias que llevamos incrustadas desde antes de nacer, pocos lo saben. A este cóctel tan usual y extraño se le suman las expectativas e, inevitablemente, la frustración ante su incumplimiento. Y es que cuando uno se centra en ser lo que los demás esperan, acaba viviendo la vida de otros. Las vidas de mentirijillas son una mierda porque no nos tienen en cuenta, básicamente.
Durante un tiempo, quizás la purpurina te deslumbre, pero el día en el que las luces se apagan te das cuenta, como dice el anuncio, de que lo falso te da la razón, pero nada más. Vacío salvaje y desasosiego.
Las peores mentiras son las que nos contamos a nosotros mismos. Nos convertimos en nuestros carceleros y en nuestros verdugos. Lo que un día se nos antojó como el mayor éxito hoy es ceniza. Me he pasado media vida escalando esta montaña porque el resto me aplaudía, porque necesito ese cacahuete que me proporciona la aprobación de los que están fuera que, a su vez, se zampan los que les tiran a ellos.
En ese supuesto ascenso nos vamos despojando de nuestras ilusiones para agarrarnos a la homogeneidad, al postureo y al qué dirán. Cada vez que la realidad se acerca, le giramos la cara, hasta que nos arrea un hostión que no podemos ignorar ¿De qué sirve vivir en la mentira?, preguntan los de Campofrío. Probablemente, durante un tiempo, sirva para algo, pero llegará un punto en que sea insostenible.
Todos, seamos conscientes o no, tenemos una lista de valores en la recámara que debería servirnos como GPS para nuestras acciones, una especie de línea de arcén, que suena cuando vamos a rebasarla. El ruido de alerta, en este caso, serían las ansiedades, las lumbalgias, la tristeza sin motivo aparente. El motivo es que te pasas por el forro lo realmente importante para ti, no disfrutas de las cosas de verdad que, para unos será tener un ramillete de amigos estupendos, para otros dedicar la vida a ayudar al prójimo y, para algún intrépido, buscar la felicidad a cada paso del camino.
No siempre es fácil reconocer esa verdad, entre otras cosas, porque no siempre estamos preparados para ello. Hay verdades que duelen, que te obligan a deshacer el camino recorrido, a comenzar otro muy distinto desde cero cuando ya pensabas que habías llegado a la cima. Al pisarla e ir a clavar la bandera te has dado cuenta de que ese nunca fue tu objetivo, pero les quisiste dar la razón a los que te convencieron de que sí. Creíste que deseabas ese puesto, esa pareja, esta casa enorme en el campo por mucho que te encantara tu estudio en Malasaña.
Menos mal que nunca es tarde si la dicha es buena, que el partido acaba cuando suena el pitido final, que siempre hay tiempo de abrir la caja de Pandora para dejar que lo importante te golpee donde tenga que golpearte y sanar las heridas a base de coherencia con los propios principios. Deberían enseñarnos en el colegio a diseñar nuestro día ideal, tan distinto para cada uno, haciendo constar cada mínimo detalle: cómo me vestiré para ir a trabajar, qué desayunaré, de quién voy a rodearme en mi día a día, me reiré mucho, no tendré coche, seré dueño de mi tiempo. Que mi premio no sea que me den la razón, sino tenerla.