Con esta sesión de investidura hemos llegado al momento más bajo de nuestra democracia. Pero no es definitivo: aún podemos bajar más. Treinta y nueve años después se ha obedecido plenamente a Tejero: “¡Todo el mundo al suelo!”. Y ahí está todo el mundo, revolcándose. Unos más que otros, naturalmente: los de Sánchez más. Arrastrando al resto. Es asfixiante la polarización. Ahora estamos donde los peores querían que estuviéramos. Condenados a ser unas alimañas. No serlo será el gran propósito ético (y estético) del año nuevo.
Lo que ha hecho Sánchez, con su PSOE, no tiene nombre. Cuando empezó a decaer el partido hace unos años, los analistas llegaron a la conclusión de que su única manera de regresar al poder sería aliándose con los populistas y los nacionalistas. Pero una cosa era llegar a esa conclusión y otra ejecutarla. Sánchez la ha ejecutado, sin escrúpulos. Su única lógica es la lógica del poder.
Ya la practicó en la moción de censura. Pero entonces cabía la posibilidad de que él se impusiera a sus nefastos socios y los utilizase de comodín. Hoy ha sido al revés: son los nefastos socios de Sánchez lo que se imponen a él y lo utilizan de comodín. El PSOE ha renunciado a ser un partido de gobierno a cambio de gobernar una legislatura. La última que gobernará. De esta saldremos. El que no va a salir es el PSOE.
Todas las derrotas han venido juntas, como si se cosecharan en un solo día los errores de cuarenta y cuatro años: la derrota del constitucionalismo, la del centro-izquierda, la de la Ilustración, la de la igualdad, la de la libertad, la de la democracia liberal... y también la del republicanismo político. Y la de la socialdemocracia. ¿Qué socialdemócrata es ese que habla, como Sánchez en la tribuna, del “libre desarrollo de las identidades nacionales”? Sánchez le ha entregado España a los que quieren destruirla y le ha entregado la izquierda a Podemos. Sánchez se ha quedado sin nada. Bueno, solo con esa presidencia hueca que le queda ridícula.
El gesto más repugnante de la investidura, con todo, ha sido de su socio Iglesias: cuando se levantó a callar, con gesto mandón, no a la proetarra que denostaba al Rey, sino a los que abucheaban a la proetarra. Calma, calma, pedía, cuando él ha sido el gran incendiario, el gran embrutecedor. Si bien se piensa, es el mismo esquema que el de su debut en la vida pública: cuando, siendo un jovenzuelo, mandó callar a Rosa Díez en la universidad; en el fondo, por los mismos motivos. Y en la tribuna, mientras, la proetarra Aizpurua satisfecha como una matona que se sabe protegida por los jefes.
Por lo demás, era desolador ver a Casado diciendo cosas con acierto pero sin gravitas (y con esa insoportable bancada del PP ovacionando cuando la ocasión exigía un silencio sepulcral), a Abascal rebozado en su empanada ideológica y a Arrimadas pedir lo que no puede, cuando su partido no lo pidió cuando podía. Tiene un aire bíblico su empeño en tentar a los socialistas para que de entre ellos surja algún no como el de la gran Oramas; pero los socialistas están tan perdidos que ninguno caerá en la tentación, que en este caso (¡ay!) era la tentación de hacer el bien.
Pero ya es mejor que no haya tránsfugas, algo que enrarecería aún más el ambiente. La suerte está echada. La ha echado Sánchez. Hay que apurar el cáliz hasta el fondo.