Mientras esté Vox no hay nada que hacer, la verdad. Los más listos del PP y Ciudadanos ya se han dado cuenta, pero no saben qué hacer: y es porque no hay nada que hacer. Vox es la gran desgracia del constitucionalismo (después del mutis del PSOE), porque lo infecta y lo inutiliza. Toda crítica al nuevo Gobierno se irá por el desagüe, porque está Vox. Vox es lo soñado por Sánchez. Vox es el gran premio político de Sánchez, como Podemos lo fue de Rajoy.
Habrá que ejercer la crítica, claro, pero sabiendo que es inútil. Esta conciencia de la inutilidad, me parece, podría aprovecharse para bajar el tono. O para practicar otros caminos no frontales. A mí se me ocurre el costumbrismo. Un costumbrismo de inevitables toques esperpénticos, porque tales son nuestras costumbres.
La semana de la toma del poder del Gobierno (retoma del PSOE, toma de Podemos) ha sido un espectáculo notablemente jocoso. ¡Cuántas lecciones sociológicas! ¡Cuántas estampas antropológicas! La súbita suavidad de los podemitas me ha recordado a un poeta maldito que había en Málaga. Te cruzabas con él y era áspero, desagradable, te insultaba a ti y lo insultaba todo. Una tarde me lo crucé y estaba dócil, feliz, amabilísimo. Se lo conté a mi amigo Weil y me dijo: “Es que le han dado una subvención”.
El peluchesco Castells, que hasta hace podo insistía en que en España no había democracia, estaba como un niño con zapatos nuevos. Haciendo bromas sobre el peso de la cartera ministerial, llevándose la mano sentimentalmente al corazón, inclinándose ante el Rey como no se había visto en un cortesano desde Felipe IV... Parecía uno de esos burguesotes fatuos de Flaubert.
Garzoncito iba a su ministerio como un niño de primera comunión. La determinación con la que avanzaba hacia su destino funcionarial hacía sospechar que en su cabeza bullían hazañas de Sierra Maestra o la selva Lacandona. Por fortuna, el capitalismo le permite conductas más aseadas, que casan más con su carácter. Se había tomado la revolución como unas oposiciones y se había sacado la plaza.
Lo de los Iglesias-Montero es sin duda lo más maravilloso. Un matrimonio próspero que podría ser del Opus Dei. Entendió la ley del ascenso social rápido en nuestra época: critica a la casta, excitando los bajos instintos del electorado, y en cinco años serás casta. Momento a partir del cual no es de buen gusto la crispación. Su caso es una gran parábola marxista: la infraestructura (el chalet) ‘segregó’ la superestructura (los ministerios). Es decir, el chalet quería ministros dentro, y los Iglesias-Montero van y obedecen al chalet.
Podríamos seguir, pero hay que terminar. Con Sánchez, cómo no. Qué henchido anda. Su empeño en desjudicializar la Justicia, desparlamentalizar el Parlamento y superejecutivizar el Ejecutivo nos hace comprender su obsesión con Franco. El puesto de caudillo lo quería para él.