Ir al encuentro con la muerte me había parecido la forma más heroica de morirse hasta la semana pasada, cuando un señor de Tarragona se murió esperando otra cosa, sentado en su salón.
El destino hizo hoyo en uno por la ventana del bloque de pisos donde vivía, y la palmó, proyectada su muerte a tres kilómetros de distancia del sofá desde donde observaba la amplia extensión de la prejubilación.
Matar a un hombre ocupado podría disculparse, pero hacerle esa putada al ocioso es terrible. No tenemos a quien echarle la culpa, y es todavía peor: andan sueltos los forajidos de la ciencia. Sobrevivir a este enero está siendo complicado. Además de ponernos a cubierto del Congreso, ahora hay que ponerse a cubierto de nuestras propias ventanas.
La víctima de Tarragona era un hombre tranquilo que no se había metido con nadie, ni siquiera con las industrias químicas. Algo interesante tendría cuando la muerte lo persiguió con tanta saña, insistiendo a pesar de ir al límite con el catálogo de accidentes.
Este suceso me hizo entender eso de que todos tenemos una hora exacta que viene. Cuántos controles de calidad se saltó el destino para matar al señor de Tarragona, que le había llegado su hora definitiva, inaplazable. La tapadera de una tonelada sobrevoló las cabezas de sus vecinos tres kilómetros para aterrizar en la suya, como señalado por los dioses pendencieros del antiguo testamento. Se murió como nos hemos enamorado tantos: se dieron las condiciones idóneas y tanan, un muerto.
El primer pez en poner un pie en la tierra, que luego desembocaría en Leyre Pajín o Ian Thorpe, así de flexible era, salió del agua de una forma parecida, empujado por circunstancias explicables pero increíbles.
A la familia ya no le queda nada más que apelar a la ironía, sacar de los nietos a un doctor en Física que todas las nochebuenas enchufe el proyector y explique esa muerte como la historia fundacional de una leyenda. Hay veces que por la ventana entran pájaros o hasta murciélagos, nunca una plancha de billetes recién impresos que salió disparada del banco de España.
Debería ser nombrado ciudadano del año, hombre de la década, mártir del siglo de robots que se nos viene, cuya muerte demuestra las teorías que tuvimos que estudiar mientras soportábamos el bullying de los canis que quemaban rueda en nuestra cara, se llevaban a las chavalas, y fumaban los pitillos que no nos atrevíamos, pagados por los eurillos que nos sisaron. Encima, yo suspendía.
No lo sabíamos, pero aquello tenía una justificación: la plancha asesina y el héroe sobre el que aterrizó, el hombre con peor suerte de la historia, un perdedor sobre el que fundar una religión o un equipo de fútbol. Es lo más interesante que ha sucedido en España, en la España carbonizada por el provincianismo, sí, pero España al fin y al cabo, desde que Villar le preguntó al hijo de Jesús Gil por su padre.