El uso del genitivo reduplicativo para construir algunas fórmulas (rey de reyes, vanidad de vanidades, etc) suele tener funciones aumentativas, bien dignificantes, que ensalzan la naturaleza de una figura u objeto a base de elevarlo a un rango superior -superlativo-, y subordinar a los que parecían del mismo rango (como por ejemplo “rey de reyes” para referirse a Cristo), o bien degradantes, despectivas, pero, igualmente, con esa significación aumentativa (por ejemplo, en la fórmula, también bíblica, “vanidad de vanidades”).
“Nación de naciones” fue una expresión puesta en circulación por el leonés, y, por cierto, militante socialista, Anselmo Carretero, con la que quiso recuperar, de algún modo, siguiendo esa fórmula (bíblica) del genitivo reduplicativo, la consistencia de España como nación tras habérsela retirado al reservar tal condición para lo que no eran si no partes (regionales) suyas.
Como, según la ideología nacionalseparatista, la consideración de “región española” dirigida a Cataluña, Galicia, País Vasco, etc, resulta algo ofensiva, incluso insultante, por lo que tiene, al parecer, de degradación de su “auténtica identidad”, hubo que construir ese (pseudo)concepto para, respetando la dignidad “nacional” de dichas “identidades”, devolver la condición nacional a España.
Así, decía Carretero, haciendo de la necesidad virtud, que lejos de que tal hecho (ser “nación de naciones”) nos produzca desagrado, debiéramos como españoles sentirnos orgullosos, porque con ello se “pone de manifiesto el rango superior de la nación española en lo que a su complejidad estructural se refiere” (Anselmo Carretero, Las nacionalidades españolas, ed. Hyspanoamérica, p. 50).
Pero esto no se ha entendido así ni mucho menos, sino que muchos han querido ver en la fórmula antes que un timbre de gloria, una manera de enviar a España al limbo de la no existencia. Recuerdo en cierta ocasión en La Tuerka, programa al que asistí un par de veces como contertulio, cómo Miguel Urbán me espetaba, con gran suficiencia, que España no existía, que era “un país de países”, así hablaba el que ahora es eurodiputado de Unidas Podemos por España (y lo decía, de nuevo, usando el genitivo reduplicativo, pero para degradar la identidad española hasta el desprecio, no para ensalzarla).
Y es que, si bien la fórmula la pudo poner en circulación Carretero, y con esa función “armónica”, buscando agradar a todos (tanto España como sus partes, todos “nación”), el hecho es que fue propagada, sobre todo, por el ex presidente de la Generalidad de Cataluña, Jordi Pujol -con el aval del prehistoriador Pedro Bosch-Gimpera-, y no precisamente para dignificar la condición “nacional” de España sino, al contrario, para volverla absurda.
Porque, en efecto, si nación, en sentido político, y este es su sentido contemporáneo, expresa la titularidad de la soberanía, una “nación de naciones” sería absurda por lo que tiene de absurdo político una “soberanía de soberanías” (si es soberano el todo, no puede serlo cada parte).
Sería una expresión equivalente a un “punto de puntos” en geometría: un “punto de puntos” dejaría de ser un punto para convertirse en una línea o en una superficie de puntos, si es que se quiere salvar su sentido geométrico. Del mismo modo, una “nación de naciones” no es una nación, sino, más bien, una confederación de naciones, si es que, de nuevo, se quiere salvar su sentido, en este caso, político (ni siquiera “nación de naciones” es concepto válido para comprender realidades histórico-políticas como la de la Monarquía Dual del Imperio austro-húngaro, y menos aún para el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda, como muchos, sin embargo, insisten en suponer).
Así pues, en definitiva, la asunción de España como “nación de naciones”, lejos de neutralizar al separatismo, lo que hace es concederle a este la dignidad nacional para sus respectivas regiones, a cambio de convertir a España en un absurdo político (un “imperio dentro de un imperio”) que, eo ipso, perdería su sentido nacional.