"He dejado tras de mí la última ciudad feliz". Antoine Saint-Exupéry, armado de una pluma y a bordo de su propio avión, garabatea estas líneas al poco de aterrizar en la Guerra Civil. Es agosto de 1936. Viene a narrar el frente de Barcelona y Aragón por encargo de un periódico francés. Volverá un año más tarde para conocer las trincheras de Madrid.
Cuando un extranjero no militante derrama su mirada sobre los hermanos que se matan, surge el periodismo más verdadero: esos reportajes que no tratan de enjuiciar el odio, sino de cartografiarlo. Con los ojos liberados de cataratas ideológicas, el autor de El Principito se deja sorprender y emborracha de notas sus cuadernos.
Su sorpresa palpita con una veracidad terrible. Surca el cielo, deja atrás los Pirineos. Es verano. Ahí abajo, a tan sólo unos metros, cuando el hocico de su nave rasga las nubes y la tierra toma forma, el hombre aprieta el gatillo en retaguardia. Bastan unos pocos días para que el piloto francés concluya: "Esta guerra adopta una forma tan cruel... Se fusila más que se combate. Aquí se fusila como quien tala un bosque".
Todas esas pinceladas -el humo del café en la trinchera, la novia que muere en el bombardeo de Gran Vía o el anarquista fusilado en Barcelona- pueden leerse en el libro Saint-Exupéry en la Guerra de España (Editorial KEN). En la solapa, reposa un mensaje que saca brillo a la ecuanimidad -que no equidistancia- del prosista: se obsesionó con el heroísmo de la gente sencilla que, frente a la muerte, mostraba su profunda verdad.
En la línea de Manuel Chaves Nogales, conviene archivar todos aquellos verbos que siguen el rastro de la sangre sin desearla. Saint-Exupéry es otro de esos incomprendidos que transitó por la tragedia alarmado ante la incomprensión "de los mayores".
El Saint-Exupéry acongojado por las tropelías de los anarquistas es el niño de El Principito que no entiende por qué los adultos sólo ven un sombrero en ese garabato que simboliza una enorme serpiente devoradora de elefantes.
Las líneas más emocionantes están escritas desde las alturas, como una especie de broche a los reportajes construidos durante días: "Cada estrella significa que ahí abajo, en medio de la noche, alguien piensa, lee o escucha un secreto. Cada estrella señala la presencia de una conciencia humana. Las casas en las que alguien se mantiene en vela son las que dan sentido a un territorio".
Saint-Exupéry alterna, en sus reportajes, la precisión quirúrgica captada entre fusiles con la reflexión desalentadora acuñada en el jergón. Primero, ensimismado, se pregunta ante una colmena de abejas: "¿Por qué ellas saben mantener la paz y los hombres no?". Después, sumido en la noche y tras entrevistar a quienes mueren y matan por sus ideas, discurre: "Si un hombre, en el granero, alimenta su anhelo con suficiente ardor, acabará por difundir el fuego al mundo entero".
Otra muestra de esa narración cristalina: Saint-Exupéry y su amigo Pepin -socialista y anticlerical- salvan a un monje justo cuando va a ser fusilado. Lo meten en su coche. Lo rescatan. Pepin abraza al cartujo y le dice: "¡Me cago en Dios y en sus monjes!".
Y una vez más, por la noche, en la trinchera, la reflexión lúcida. Porque Saint-Exupéry cuenta como pocos la dimensión religiosa que esconden todas las guerras. Al final, esos que se lanzan a morir por un credo... "creen morir por todos los hombres".
Cada bando, escribe el francés, "persigue el más mínimo cambio en las conciencias de sus correligionarios como si fueran enfermedades". Maldita sea. Todos esos cuerpos camino de la masacre "saben amar, sonreír, sacrificarse"... De repente, "nadie se acuerda de enterrarlos". "Salvando la paz, hemos mutilado a los amigos".