Yo llegué al periodismo con dos prejuicios. El primero es que los periodistas pueden, si hacen bien su trabajo, poner y quitar presidentes de Gobierno. El segundo es que en España se puede hablar de todo, menos del Rey.
A la hora de la verdad ha resultado que en este país son los presidentes de Gobierno, cuando hacen mal su trabajo, los que ponen y quitan periodistas. Lo que sí es cierto es que en España se puede hablar de todo. Menos de Esa-Que-No-Puede-Ser-Nombrada, claro.
Lo primero ha ocurrido, ocurre y ocurrirá siempre, en España y en el resto del mundo, porque la independencia financiera total, ese Shangri-La de la prensa, no existe ni existirá jamás. De lo segundo se han encargado esos periodistas, no todos ellos adolescentes, que aterrizaron en el progresismo como los exploradores británicos y franceses desembarcaron en Tahití a finales del siglo XVII.
Esos intelectuales de la Europa de las luces, "fervientes lectores de la Enciclopedia" como los describe Jean François Revel en su libro El conocimiento inútil, llegaron al Pacífico Sur con todos sus prejuicios a cuestas sobre el mito del buen salvaje.
Dado que describir la realidad de los habitantes de las islas tal y como esta se presentaba ante sus ojos habría echado por tierra décadas de carrera profesional dedicadas a la defensa de una superstición, los exploradores europeos optaron por mentir como bellacos.
Si los tahitianos les robaban, ellos lo silenciaban en sus crónicas. Si los indígenas asaltaban barcos europeos y asesinaban a todos sus tripulantes, ellos ponían el foco en el "periodo de paz" posterior a la matanza. Según esos exploradores europeos, los polinesios no adoraban a ningún dios y no conocían las clases sociales, aunque frente a ellos se desplegaban cuatro castas perfectamente delimitadas y más dioses que en todo el panteón griego.
Si las tahitianas accedían a tener sexo con ellos, siempre a cambio de un pago pactado de antemano, ellos construían el mito de la indígena sexualmente liberada y libertina. De vuelta a su Francia y su Gran Bretaña natal, esos mismos exploradores se recuperaban milagrosamente de la distorsión cognitiva y utilizaban para esos mismos hechos el nombre con el que son conocidos habitualmente en Occidente: prostitución.
Incluso el canibalismo de algunas tribus del Pacífico pasó tan desapercibido bajo su radar que uno de esos exploradores, James Cook, acabó en el estómago de una tribu local.
Tan persistente es ese mito del buen salvaje, guía por cierto de las actuales políticas penales, inmigratorias y educativas de los partidos de izquierdas, que incluso a día de hoy es posible encontrar historiadores que niegan la evidencia de la horrible muerte de Cook con la tesis de que si los nativos desmembraron su cuerpo e hirvieron sus huesos tras asesinarlo fue sólo "porque esos nativos creían que el espíritu de los guerreros habita en sus huesos".
Siglos después de esos hechos, el antropólogo británico Nigel Barley escribió uno de los libros más demoledores jamás escritos sobre el mito del buen salvaje. Se llama El antropólogo inocente (1983) y en él Barley narra su estancia en Camerún con el objetivo de estudiar a la tribu de los Dowayo, que él había idealizado como los exploradores del Siglo de las Luces idealizaron a los tahitianos.
Pero los Dowayo de Barley no distinguen las huellas de una moto de las de un guepardo, echan pesticidas al río cuando descubren que esas sustancias "matan todo lo que se mueve" y sacrifican a las gallinas cuando estas empiezan a poner huevos "para que no pierdan la fuerza". Si los Dowayo no arrancan el corazón de sus víctimas y arrojan sus cabezas pirámide abajo es, en definitiva, porque ni construir pirámides saben.
El periodismo de hoy en día está viviendo su propio Siglo de las Luces Fundidas con su fascinación por el progresismo y sus ramificaciones más beligerantes. Esos periodistas silencian sus desmanes, callan sobre sus motivaciones económicas más pedestres, propagan sus mentiras sin rubor, fingen ver virtud allí donde sólo vegeta la censura y le atribuyen nobles intenciones al rencor social, y a veces hasta personal, que propulsa esa ideología.
Es cuestión de tiempo que alguno de los más entusiastas acabe en el estómago de algún sacerdote o sacerdotisa de la cosa. Quizá ahí, flotando en los jugos gástricos de su indígena particular, descubra que el buen salvaje no existe, que el "progreso" es sólo un mal enfoque de la realidad y que la civilización es ontológicamente conservadora.
PD: Dejen que les proponga dos eficaces antídotos contra la versión contemporánea del mito del buen salvaje. El primero es el libro Manual para defenderse de una feminazi, de Cristina Seguí. No les voy a hablar de la violenta campaña de acoso, censura y boicot desplegada contra el libro porque ese sería otro artículo, pero sepan que esa campaña existe y está financiada por alguien.
El segundo es la exposición Plvs Ultra que la inclasificable artista Sofía Rincón inaugura mañana 6 de febrero en el Real Casino de Murcia y cuya obra, a medio camino del expresionismo más degenerado, del manga de Junji Ito y del art brut es el reflejo oscuro –o, mejor dicho, luminoso– de la leyenda negra y los mitos culturales y filosóficos de Mayo del 68. Luis Alberto de Cuenca y Miguel Ángel Quintana Paz le han dado su visto bueno y a mí sólo me queda sumarme a su buen gusto. ¿Quieren transgresión? Ahí la tienen: en el cuadro de la artista eyaculando en la boca del Che Guevara.