“El Estado será una máquina de matar”, asegura Vox. Eso lo dice por el comienzo del trámite parlamentario que regulará en algunos meses, si de verdad se llega a aprobar en este tercer intento, la eutanasia. Pero olvida la portavoz de Igualdad de esa formación, Lourdes Méndez, que una máquina de matar, certera y recurrente, a menudo cruel, ya es la vida, que siempre acaba, exactamente, ahí.
El Estado solo pretende consentirse, en algunos casos, favorecer las decisiones de quienes desean abandonar el mundo de los vivos con la máxima dignidad y con el mínimo dolor, que ya suficiente tienen con la amargura que supone asumir la evidencia de que morirán en fechas cercanas; a menudo, impedidos; siempre, con la sensación de provocar al menos cierto desamparo en aquellos que les rodean.
Nadie sabe qué hay al otro lado o, al menos, nadie ha vuelto para contarlo, que sepamos. Sin embargo, parece lógico pensar que los terroristas de la Yihad no disfrutarán de las 72 vírgenes que creen que les esperan en el paraíso, tras su sacrificio asesino. Ni siquiera habrá, de hecho, paraíso para ellos; tampoco para los demás.
En realidad, resulta improbable que más allá de un momento mágico aquí abajo, que a veces los hay, se abra algún tipo de edén cuando todo esto termine. A cambio, por suerte, no habrá infierno. Y, probablemente, tampoco reencarnación. Lo más natural, por anodino que pueda parecer, es que no haya nada de nada. ¿Cómo será la nada? Esa es una buena pregunta.
Los humanos llevamos toda la Historia, ya unos 200.000 años, concibiendo ficción para intentar superar la insoportable certidumbre de que nuestras vidas son finitas. Y eso las convierte en un sinsentido que también intentamos trascender. Entre unas y otras cosas, no es de extrañar que hayan nacido las religiones.
Y eso no está mal. Incluso cuando las asaltan personajes que no merecen ese sueño optimista; si resulta indoloro, aunque también sea banal, ni el más desatinado de los cuentos se convierte en perverso. Además, esa creencia hace objetivamente felices a un buen número de personas sea cual sea la razón, surja de donde surja y se nutra de fábula o de invención en el porcentaje que lo haga.
El problema, claro, surge cuando la religión se interpone en el bienestar de las personas que ignoran los dogmas que se pretenden establecer a través de esos criterios, o cuando se intenta imponerles especulaciones que, por muy arraigadas que puedan estar, provienen de esos cuentos.
Estar vivo y sano es un gran privilegio. Pero estar vivo y muy enfermo, ante una enfermedad irreversible y atroz, es su opuesto. A nadie se le debería exigir mantenerse aquí en semejantes condiciones, si no lo desea.
Es probable que el Gobierno de coalición que nos hemos ganado en las urnas dé pocas alegrías en esta legislatura, pero sin duda la aprobación de la ley sobre la eutanasia, si se produce, será una.
El nirvana y la perdición se intercalan cada día en las aceras de la ciudad, cruzando destinos opuestos y confirmando que el cielo y el infierno se desdoblan, perceptibles, bajo una misma geografía. Todo está aquí, todo se irá algún día. No tanto por la máquina de matar, sino por la misma vida, que se rendirá, un último instante, ante la convicción inquebrantable de la nada.