Jia Tolentino se autodefine como millenial. Nació en 1988 y escribe en The New Yorker. También es la autora de un ensayo titulado Falso espejo, que entre otros asuntos refiere las estafas a las que a su juicio ha sucumbido su generación, vinculadas en gran medida a las redes sociales, fenómeno coetáneo del acceso a la edad adulta de los nacidos a fines de los años ochenta.
Sus conclusiones, fácilmente suscribibles por cualquier observador perteneciente a otra generación que conserve alguna capacidad de análisis y no haya visto embotado su sentido crítico —y autocrítico—, vienen a resumirse en que las redes, bajo la ilusión de ofrecer una proyección de nuestras individualidades, en realidad nos las vacían, aplanan y degradan, al tiempo que nos hacen servir a los intereses de unas pocas corporaciones y contribuyen a deteriorar, perturbar y enrarecer el espacio comunitario.
Por ponerlo en sus muy crudas y nada autocomplacientes palabras: "Nuestro sentido básico de la humanidad adquiere una nueva dimensión en tanto que activo viral del que extraer una rentabilidad. Nuestro potencial social queda limitado a nuestra habilidad para llamar la atención del público, lo que se mezcla de manera inextricable con la supervivencia económica". Esto es lo que hay: narcisismo descontrolado, puesto al servicio de un lucro ajeno. Quien a estas alturas lo ignore acredita un empeño digno de mejor causa en volverle la espalda a la realidad.
Sobre estas reflexiones, es inquietante la actividad febril que ha desplegado en las redes sociales, a través de vídeos en los que se muestra una y otra vez con su equipo, otra millenial de 1988, la actual ministra de Igualdad. Lejos del escepticismo de Tolentino, que llega a proponerse la ruptura con la exposición en redes y con las dinámicas a que estas incitan como única forma de recuperar un cierto sentido moral y de la dignidad personal, el equipo ministerial, que en este mes no se tiene noticia de que haya impulsado medida alguna, parece lanzado a ejercer sobre todo como influencer, produciendo sin tregua material viralizable —y de rebote, rentabilizable— por esas plataformas en las que difunde las grabaciones de sus acontecimientos íntimos.
El cumpleaños de la ministra, el buen rollo en el seno del equipo, la alegría el día de la toma de posesión de los favorecidos con un cargo de alto rango desde el que servir a los españoles... Son momentos que es legítimo que los interesados celebren, pero que tienen un carácter estrictamente privado. Convertirlos en el eje de la comunicación del departamento, a través de un canal como las redes sociales, tiene un sentido diferente: promover la marca personal de los que protagonizan los vídeos y contribuir, desde una oficina pública propiedad de los españoles, a que una corporación privada y extranjera incremente sus beneficios.
Si ese tiempo, ese esfuerzo y esas energías se dedicaran, por ejemplo, a buscar soluciones efectivas para la conciliación entre la maternidad y la actividad profesional de todas aquellas mujeres que hoy en día se ven perjudicadas por ser madres —y que no tienen la posibilidad de llevarse a sus hijos a la oficina—, tal vez quienes pagamos con nuestros impuestos el presupuesto del Ministerio nos sentiríamos más reconfortados, aunque se nos privara de tan amena y simpática fuente de distracción.